La batalla de una familia yagán por su hogar en Bahía Mejillones tras orden de desalojo de la Armada: “Es borrar nuestra huella”
El 1 de octubre, una carta oficial con membrete del Ministerio del Interior marcó el inicio de una nueva herida en el extremo austral del país.
En ella, la Delegación Presidencial Provincial de la Antártica Chilena notificó a la artesana yagán Claudia González que debía regularizar la ocupación de los terrenos que su familia habita en Bahía Mejillones, o desalojar el lugar en un plazo de veinte días hábiles.
La advertencia —firmada por la delegada Constanza Calisto Gallardo— señala que, de no presentarse descargos ni documentación, el procedimiento podría culminar con el uso de la fuerza pública.
El oficio fue remitido luego de que la Capitanía de Puerto de Puerto Williams solicitara el desalojo por “ocupación ilegal de terrenos de playa” en el sector de Katushwea, comuna de Cabo de Hornos.
Sin embargo, para Claudia y su familia, el lugar no es una ocupación: es su hogar ancestral, parte del territorio restituido a la comunidad yagán en 1994 conforme a la Ley Indígena, y un espacio donde la cultura viva de su pueblo sigue transmitiéndose a través de la cestería, la navegación y el trabajo artesanal.
La historia detrás del desalojo
Claudia González recuerda que su familia llegó a Bahía Mejillones a comienzos de los años 2000 junto a su abuela, Úrsula Calderón, quien había nacido allí y siempre soñó con volver a vivir frente al mar.
“Llegamos con mi abuela porque ella siempre quiso volver a Mejillones. Nos fuimos a alojar en la casa que tenía la comunidad yagán, para apoyarla y empezar a quedarnos allá”, relató en entrevista con El Desconcierto.
Desde entonces, la bahía ha sido su lugar de vida, trabajo y memoria.
Su padre, Martín González Calderón, instaló un pequeño taller donde elaboraba canoas y artesanías tradicionales. Claudia continuó con su legado.
“Siempre he dicho que allá uno vive y aquí uno sobrevive en la ciudad. Allá vivimos tranquilos, en comunión con la naturaleza. Yo soy artesana, hago mis trabajos ahí, una vida sana, vamos a mariscar, a pescar, como lo hacían mis antiguos”, explica.
El conflicto comenzó hace varios años, cuando la Armada comenzó a fiscalizar el borde costero.
Según la delegada Calisto, los oficios datan de 2020, pero la familia afirma que nunca fue notificada formalmente.
“A mí el año pasado me enviaron un documento que decía que era una ocupante ilegal y me llamaban a regularizar, pero esos trámites cuestan mucho dinero, hay que pagar profesionales, arquitectos, geomensores (…) son unos tres millones de pesos, y yo no tengo esos recursos”, señala Claudia.
En el oficio más reciente, se le exige iniciar la regularización a través de una concesión marítima o abandonar el área.
La Delegación Presidencial argumenta que se trata de un proceso administrativo que busca “solucionar la problemática” y que, de no haber respuesta, se podría ordenar el desalojo con auxilio de la fuerza pública.
Desde el organismo aseguran que actualmente “no existe una orden de desalojo vigente, sino un proceso de regularización en trámite”.
Un territorio cargado de historia y memoria
Bahía Mejillones no es un punto más en el mapa. Allí, los yaganes establecieron asentamientos desde tiempos inmemoriales, navegando entre canales e islas en búsqueda de sustento y resguardo.
En la década de 1960, las autoridades —entonces bajo control de la Armada— reubicaron a las familias yaganas en Villa Ukika, a las afueras de Puerto Williams.
“Mi papá siempre contaba que los yaganes vivían ahí, pero en los años sesenta los sacaron de Mejillones y los trajeron a Ukika. Dejaron sus casitas allá y se trasladaron acá”, recuerda Claudia.
El retorno de su abuela en los años 2000 fue, por tanto, un acto de restitución simbólica: volver a ocupar el territorio de donde habían sido expulsados.
La comunidad considera que este espacio no solo tiene un valor habitacional, sino también espiritual y cultural.
En palabras de Claudia, “nos quieren sacar del lugar donde obtengo las materias primas y transmito a mi familia lo que allí mismo me enseñaron mis padres y abuelos. Me están pidiendo que abandone la casa y el taller donde mi padre trabajaba y nos enseñaba la cultura yagán”.
La familia también denuncia que las restricciones impuestas por la Armada han afectado sus costumbres.
“La Armada nos vulnera muchos derechos. La prohibición de navegar nos perjudica porque no podemos mantener nuestras tradiciones de navegar libre. Es una vergüenza lo que está haciendo la Armada, el gobierno y la Conadi, vulnerando los mínimos derechos que tenemos”, acusa.
Bahía Mejillones es, además, un lugar de profundo significado para el pueblo yagán por ser el sitio donde descansan los restos de Úrsula Calderón (1923–2003), una de las principales transmisoras de la lengua y las tradiciones de su pueblo.
Su hermana, Cristina Calderón Harban (1928–2022), fue reconocida como Tesoro Humano Vivo en 2009 y considerada la última hablante nativa del yagán.
Claudia, nieta de Úrsula y sobrina nieta de Cristina, es parte de ese linaje que mantiene viva la memoria y el oficio artesanal del pueblo más austral del mundo.
“Nosotros los yaganes todavía estamos”
Para Claudia González, lo que está en juego va más allá de una vivienda: se trata del derecho a existir en su territorio ancestral.
“Desalojarnos es como decir que los yaganes ya no existimos. Nosotros todavía estamos y tratamos de luchar contra el Estado para mantener nuestra cultura viva”, dice.
Sus hijos, de 13 y 17 años, han crecido en el mismo terreno, entre la pesca, el tejido y las historias que su padre y abuela dejaron como herencia.
El 1 de octubre, al recibir el oficio de desalojo, la comunidad reaccionó con desconcierto. “Ahora se están haciendo conversaciones con la delegada, pero tenemos que hacer una reunión con la comunidad yagán y ella, porque mucha gente no sabe las leyes que tenemos. Nos están juzgando como a cualquier persona y nosotros tenemos otras leyes que nos defienden también”, explica.
Según cuenta, no han tenido apoyo de las instituciones. “Desde que el año pasado mandaron la primera notificación, Conadi no hizo nada. Nos tienen abandonados. Aquí lo que pasa es que estamos tan aislados que nos pasan a llevar en distintas formas y la única manera de hacerlo visible es con las redes sociales”, dice con resignación.
Frente a la pregunta sobre cómo se ha comportado la Armada en estos años, responde sin dudar: “Aquí la Armada es muy fuerte por ser base naval y se nos han vulnerado varios derechos, como el de navegar libremente. Antes mis ancestros lo hacían sin restricciones, mi papá también alcanzó a hacerlo, pero ahora ya no podemos, hay muchas leyes que nos restringen”.
El conflicto llega a tribunales
Luego de recibir la notificación, Claudia y su familia presentaron un recurso de protección ante la Corte de Apelaciones de Punta Arenas.
La acción judicial busca detener el desalojo solicitado por la Armada, argumentando que la medida vulnera el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que obliga al Estado chileno a consultar a los pueblos indígenas antes de adoptar decisiones que los afecten directamente.
El recurso solicita una orden de no innovar para suspender cualquier intento de desalojo mientras se resuelve el fondo del caso.
También pide oficiar a la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi) para que informe sobre los títulos inscritos de la Comunidad Indígena Yaghan Bahía Mejillones en el Registro de Tierras Indígenas, y a la Delegación Presidencial para que acompañe toda la documentación que sustente la medida.
Entre los derechos vulnerados, el escrito menciona la integridad psíquica, la honra, la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia y el derecho de propiedad.
El taller familiar, donde durante décadas se han elaborado canoas y artesanías, es descrito como un “museo vivo”, un espacio de memoria y transmisión cultural.
“Desalojarnos sin escucharnos previamente es privarnos de nuestro derecho a existir allí, junto al mar”, señala el texto presentado al tribunal.
La respuesta de Conadi y las deudas del Estado
Consultados por El Desconcierto sobre su rol en el conflicto, la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena explicó que la transferencia original del terreno se realizó en 1994 entre el Fisco y la Comunidad Yamana de Navarino, y que en 2007 esta última vendió el lote a la Comunidad Indígena Yaghan de Bahía Mejillones.
Conadi aclara que no participó en ninguno de esos contratos y que no posee facultades para intervenir en procesos de desalojo, ya que estos corresponden a otras entidades del Estado.
El organismo señala que “carece de competencias para pronunciarse respecto de este caso” y enfatiza que “las comunidades indígenas son autónomas en su accionar”, señalaron a El Desconcierto.
Aun así, aseguran que “Conadi, en el marco de sus competencias, estará siempre disponible al trabajo con las comunidades indígenas y la promoción de sus derechos”.
Para Claudia, esas palabras se sienten lejanas. “Conadi tiene mucha deuda con nosotros. Somos un pueblo tan aislado, y no tenemos la ayuda de parte de ellos ni de muchas instituciones que también nos tienen abandonados”, lamenta.
El conflicto de Bahía Mejillones revive una herida histórica: la tensión entre las comunidades originarias y las instituciones estatales en el extremo sur del país.
La paradoja es evidente: mientras el Estado promueve el rescate de la cultura yagán, amenaza con desalojar a una de las últimas familias que la mantiene viva en su territorio ancestral.
“Yo pienso que el Estado lo que tiene que hacer es tener una buena comunicación con nosotros, no venir a mentir para las fotos. Nosotros no tenemos beneficios especiales, solo pedimos que nos dejen ser como nuestros ancestros, sin tantas restricciones”, concluye Claudia González, artesana y heredera de una historia que resiste al olvido, en el borde mismo del fin del mundo.