El monopolio de las armas no está al servicio de la oligarquía
El General Javier Iturriaga, durante el estado de emergencia en el 2019, asumió el mando de la región Metropolitana, por delegación del presidente Piñera. Eran tiempos complejos y de nerviosismo que, frente al estallido social, condujeron a Piñera a señalar con irresponsabilidad: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable.” Iturriaga, en cambio, puso las cosas en su lugar: “Soy un hombre feliz. No estoy en guerra con nadie”.
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Fue una frase inteligente del general Iturriaga, hoy comandante en jefe del Ejército. Inteligente porque ayuda al todavía pendiente reencuentro entre civiles y militares. Y, ahora, como comandante en jefe del Ejército, el general Iturriaga cumplió con su tarea, al destituir a los mandos responsable de la tragedia de Putre.
Por cierto, esto no basta. Los buenos dichos de Iturriaga deben institucionalizarse para convertir a las Fuerzas Armadas y a las policías en instituciones respetuosas de la sociedad, de los derechos humanos, y subordinadas al poder civil.
Sin embargo, la inseguridad sigue presente cuando sectores políticos de la derecha no vacilan en manipular a militares y policías, mostrándose como su incondicional aliado, independiente de comportamientos equivocados. Y, prefieren la autonomía de los hombres y mujeres en armas, antes que su subordinación al poder civil. Creen, con ello, tenerlos así para su servicio, al servicio de sus intereses.
La postura de la derecha hoy día ha sido lamentable, y la misma que en 1973. Ello queda de manifiesto, cuando la UDI, RN, EVÓPOLI y el Partido Republicano, en agosto 2023, leen una polémica declaración, que fue el fundamento en favor del golpe de Estado contra el presidente Allende.
Señalaron, “su absoluto respaldo jurídico y político al acuerdo adoptado el 22 de agosto de 1973 por la Cámara de Diputados de la época, la que constató un grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República durante el Gobierno del expresidente Salvador Allende Gossens”.
Con esta declaración, la derecha política ratifica su apoyo al golpe de 1973. Sin embargo, no asume sus culpas en los crímenes de lesa humanidad. Ello se lo dejan como responsabilidad exclusiva a los militares, policías y aparatos de seguridad de la dictadura.
¿Cuál fue el error de los militares? Creerles a los civiles golpistas. En primer lugar, creerles que se fraguaba un régimen que atentaría contra las Fuerzas Armadas, lo que se probó sin base alguna cuando en la hora de la verdad Salvador Allende luchó solo, hasta su muerte, en La Moneda. En segundo lugar, creer a los civiles golpistas que había que arrasar con los partidos políticos y con los sindicatos, para imponer el orden.
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Antes que explotara en las calles de Buenos Aires la bomba asesina que terminó con la vida del General Carlos Prats, éste había anunciado la oscura noche que se le vendría a los militares: “Cuando se instaure en Chile la nueva democracia, el prestigio de los cuerpos armados estará gravemente deteriorado por un masivo sentimiento de odiosidad y desprecio que despertara el recuerdo de las atrocidades y arbitrariedades en que incurrieron las tropas durante la etapa represiva”.
La derecha ha utilizado y manipulado a las Fuerzas Armadas para asegurar su reproducción en el poder, más allá del gobierno militar. Y los grupos empresariales se sirvieron de las Fuerzas Armadas para debilitar al movimiento sindical, ampliar su frontera de actividades a nuevos negocios y multiplicar sus ganancias.
La dictadura de Pinochet sirvió a las familias de Ricardo Claro, Angelini, Matte, Paulmann, Saieh, Solari, Luksic y Piñera, para convertirse en multimillonarios. Acumularon ganancias gracias al terror, el abuso y la superexplotación de los trabajadores.
Pinochet además favoreció el robo, mediante el subterfugio de las privatizaciones, lo que enriqueció directamente a una nueva lumpenburquesía, la de sus amigos y parientes: De Andraca, Yuraseck y Ponce Lerou, entre otros.
Los civiles de derecha y grandes empresarios conspiraron desde la primera hora contra Salvador Allende; se aliaron con la CIA; elaboraron e implementaron la estrategia económica neoliberal (el Ladrillo); se adueñaron de las empresas públicas, mediante privatizaciones brujas; redactaron e hicieron aprobar la Constitución de 1980; realizaron terribles venganzas contra campesinos, favorecidos por la reforma agraria.
Ahora, en democracia, pretenden aparecer como blancas palomas. Mientras gran parte de los militares genocidas están entre rejas, ningún civil promotor del golpe ha sido juzgado por la responsabilidad que le compete. Probablemente el caso más emblemático es el de Agustín Edwards, director de El Mercurio, y vinculado a los aparatos de inteligencia de los Estados Unidos, quien dedicó todas sus energías al derrocamiento del presidente Allende.
Quizás, después de los largos años de transición, los militares se habrán dado cuenta que la tarea sucia sirvió, en realidad, para que los grandes empresarios acumularan fortunas sin que los sindicatos pudiesen negociar salarios y sin que las clases medias pudiesen protestar por la privatización de la salud, la educación y la seguridad social.
En septiembre de 1973, los militares utilizaron el monopolio de las armas que les habían entregado todos los chilenos para cumplir objetivos ajenos a la ciudadanía: aceptar la propuesta golpista de un grupo de civiles, manchando con sangre de compatriotas los estandartes de sus cuarteles. Esto no puede repetirse.
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Los civiles de derecha y los empresarios fácticos no pueden utilizar a militares y policías para sus propios fines. El monopolio de las armas no está al servicio de la oligarquía.