Femicidio: Esa punta del iceberg que casi no se ve
Cuando leí sobre lo acontecido en Coyhaique, sentí que a nuestra sociedad le falta demasiado como para sentir que está en el presente siglo. La población que se manifiesta en redes sociales, los medios noticiosos y los propios vecinos de Nabila Rifo Ruíz, la mujer cobardemente agredida en el sur de Chile, expresan un enfático repudio frente al hecho criminal que dejó al borde de la muerte a esta joven mujer trabajadora y madre de 4 hijos. A sus 28 años de edad, Nabila se ha convertido en la representación más elocuente y brutal de la cultura patriarcal. Cuando supe de esta agresión inhumana que rebaja a la calidad de objeto a una mujer, despojándole no sólo sus ojos, sino su libertad y casi la vida, sentí que debía escribir algo que permitiera solidarizar con ella desde la honestidad de mis palabras, para así solidarizar con todas las mujeres que, como yo, no estamos exentas de pasar por un crimen de odio como el que Nabila sufriera.
La tragedia, según nuestra cultura, se reduciría a una situación entre dos partes: el o los agresores y la agredida. La realidad dista demasiado de las elucubraciones que desde la simplificación de la cosmovisión dominante se impone. Este, como todo femicidio- sea frustrado o consumado-, es el último eslabón de una cadena que data de tiempos remotos y que gracias al liberalismo y su constructo ideológico, se ha asentado fuertemente. Relegar a las mujeres al plano de lo privado, ese segundo plano que hasta la actualidad carece de toda relevancia, fue parte del esquema de una maquinaria social en la cual las mujeres no fueron consideradas como sujetos, sino como objetos de diversa utilidad: reproductivo, doméstico, sexual. Fuimos, en plena modernidad occidental, despojadas de nuestra capacidad deliberativa, de nuestra ciudadanía, de nuestra autonomía, de nuestra humanidad. Ello fue posible bajo la excusa de la racionalidad, ese afiebrado proceso histórico que permitió diseñar el Derecho y el Estado Moderno, y que sigue considerándose como la verdad indiscutible.
¿Qué les quedó a las mujeres? El hogar, la gestación de hijos porque sí, la crianza, la mantención del espacio doméstico, el deber de esposa, esa falsa idea del consentimiento que se ha traducido hasta hoy en violaciones al interior del matrimonio, sexualidad forzada a través de la violencia física o económica (es que el macho tiene derecho a ser satisfecho en sus necesidades). Todo este cuadro fue edulcorado por esa idea del amor romántico, tan explotada en los años del romanticismo decimonónico y que sigue dando sus frutos de manera impresionante: una multitud de mujeres y no pocos hombres, siguen poniendo sus esperanzas en una relación de pareja para dar sentido a sus vidas.
El amor romántico es explotado por el cine y la televisión como un verdadero brazo armado del patriarcado, manteniendo a las mujeres sometidas a esa idea del príncipe azul, que curiosamente siempre tiene algún rasgo violento que tarde o temprano manifiesta hacia ella: la posee sexualmente, la toma con fuerza para demostrar su enamoramiento, le habla golpeado para expresarle sus sentimientos. La escuela, antes que los medios, ya se ha encargado de imbuirnos de una serie de ideas sin haber hecho el menor esfuerzo en desarrollar un sentido crítico frente a la información que recibimos de los medios, de nuestras lecturas obligatorias y de la propia convivencia entre hombres y mujeres. La familia ha hecho lo propio enseñándonos muchas cosas que después deberíamos desaprender y botar a la basura: que las niñas hacen tal cosa y los niños hacen otra; que si el niño te molesta es porque tú-la niña-le gustas; que por el solo hecho de ser mujer no tienes los mismos permisos y deberes que tus hermanos hombres.
Cada institución de la sociedad en la que vivimos está orientada a someter a unos por sobre otros. Los pobres deben someterse al poder de los ricos, las mujeres al poder de los hombres. Si usted es un lector ingenuo, creerá que en la lucha de clases se anulan estas diferencias. Lamento decirle que la lucha de clases no anula el patriarcado. Más allá de la clase, el hecho de ser mujeres nos iguala en vulnerabilidad frente a la misoginia, el odio a las mujeres no distingue clases.
Las mujeres trabajadoras se encuentran más desprovistas de derechos que los hombres de su misma clase. No sólo reciben un salario 30% menor por igual función realizada, sino que se ven obligadas a desarrollar el trabajo doméstico, a recibir pensiones más bajas llegada la jubilación, a tener una salud más encarecida. Muchas de ellas, deben realizar más de un trabajo remunerado para mantener a su familia, cargando con hijos que ingresan a la educación superior o familiares que requieren medicinas o tratamientos médicos. Todo esto costeado con el mismo salario. Si además sumamos el trabajo reproductivo que consiste en parir, criar y dar cuidado a los miembros de la familia, todas funciones adjudicadas como obligatorias a las mujeres y por las cuales no reciben retribución alguna, el cuadro es lamentable, es la desigualdad dentro de la desigualdad, es una suerte de subclase, que ni los trabajadores ni sus conspicuos líderes se animan a denunciar porque tienen naturalizadas todas esas formas de violencia estructural contra las mujeres. Si a lo anterior sumamos los abusos de todo tipo al interior del sindicato, al interior de la empresa, más el complejo entramado de la vida doméstica y su violencia, el cuadro es desolador.
Las mujeres somos una categoría social definida a partir de una biología a la que se le adjudicaron una serie de rasgos cuyo único sustento es la naturaleza femenina, una verdadera tautología. La supuesta fragilidad, la debilidad de carácter, la dependencia amorosa, la abnegación, por nombrar sólo algunos, no son sino ideaciones de una cultura que desde temprano dividió entre fuertes y débiles, entendiendo por fuerza principalmente la violencia física, que con los siglos daría forma a complejas instituciones como el Derecho. No está de más recordar que este conjunto de normas jurídicas encierra en sí mismo la idea de tener el monopolio de la violencia- las fuerzas armadas y de orden- para de ese modo hacer exigible sus normas.
Lo que sufrió Nabila en Coyhaique ya había sucedido en 2011 a Carola Barría, una educadora de párvulos que fue despojada de sus ojos por su ex pareja que el 8 de septiembre de ese año, decidió que Carola no vería a ningún otro hombre simplemente porque no toleró que una mujer, a quien él consideraba como “suya”, fuera capaz de seguir adelante con su vida tras haberse terminado la relación entre ambos. Ella hoy está viva, pero nunca más podrá ver el mundo con sus propios ojos.
Acabar con este sistema de violencia hacia las mujeres será un paso importante para acabar con ese sistema que muchos hoy dicen combatir. Pero creer que se destruirán las opresiones del capitalismo cambiando únicamente este sistema es un error reiterado en el tiempo. La raíz no sólo es de más larga data, sino que es más profunda. Mientras haya patriarcado habrá sujetos dominados, principalmente las mujeres, y por ende, habrá un sistema injusto que tarde o temprano decantará en mayores injusticias.
¿Qué relación existe entre todos los argumentos expuestos y la brutal golpiza a Nabila? La sociedad patriarcal es la respuesta. En ella se considera a las mujeres como simples cosas que constituyen el patrimonio de otros. Lo que ocurrió con Nabila fue eso, la demostración de que un sujeto, el agresor, decidió que la víctima se equiparaba a un objeto que debía ser destruido. Suena muy crudo, pero es así. Y esa cosificación es sistemáticamente reforzada, la publicidad es el mejor botón de muestra.
El alevoso crimen cometido contra Nabila Rifo debe permitir generar mayores grados de conciencia a nivel colectivo e individual. Urge que este sistema sea puesto en crisis, cuestionar instituciones como la familia, la escuela, los medios y el propio Estado, echarlos abajo, hacer todo de nuevo. Ciertamente ello no será posible de un día para otro, será una extensa lucha, probablemente con varias pérdidas en el camino. Esperemos que ese proceso de cambio no sea tan largo como el dominio que el patriarcado ha tenido sobre nosotros. Porque no viene mal recordar que el patriarcado nos afecta a todos, pero a las mujeres las puede llegar a matar