
Por la libertad, el bienestar y la patria: El Chile que cambia y no pide permiso
Uno de los síntomas más evidentes de la crisis intelectual de las derechas, de sus desbordes ultras y de ciertos sectores nostálgicos de la ex Concertación, es la banalidad con que intentan caricaturizar al gobierno y al Frente Amplio.
Su fórmula más repetida es una crítica genérica a lo “woke”, una palabra importada, sin historia ni arraigo en Chile, usada como una etiqueta vacía, que llaman “identidades”, para desacreditar cualquier avance en derechos, libertades o reconocimiento.
Lo “woke”, dicen, representa los excesos ideológicos del feminismo, de las disidencias sexuales, de la diversidad familiar o de la educación no sexista. Pero lo que están atacando no es una moda: es el Chile que ya somos.
Lo que hoy llaman “ideología” fue, hasta hace no mucho, la denominada “agenda valórica” de la democracia. La misma que permitió que en este país dejarán de existir hijos legítimos e ilegítimos (Frei), se pudiera divorciar sin esconderse (Lagos), acceder a la anticoncepción de emergencia, aborto tres causales y Acuerdo de Unión Civil (Bachelet), matrimonio igualitario e identidad de género (Piñera).
Una agenda que no fue un desvío cultural, sino la base misma de una sociedad más libre, más humana y más justa. Fue gracias a ella que pudimos empezar a salir del largo invierno autoritario, con políticas que ampliaron el campo de lo posible para millones de personas.
Hoy, quienes desprecian lo “woke” no están proponiendo nada nuevo. Solo nostalgia. Una nostalgia que mira con anhelo un país que ya no existe: uno autoritario y conservador, pero también más pobre, más discriminador, más sexista. La pregunta es si vamos a dejar que esa idea de país nos dicte el futuro, o si vamos a abrazar el Chile real, el que cada día se levanta entre contradicciones, esfuerzo y transformación.
Porque el Chile actual -ese al que no quieren mirar- es mucho más que estadísticas sociodemográficas. Es una madre sola que cría con dignidad. Es un joven que cuida a su padre enfermo mientras estudia de noche. Es una pareja del mismo sexo que puede casarse y criar. Es un trabajador migrante que sueña con que su hija crezca con más derechos que él en un país que vive como propio.
Es una mujer que decide no ser madre y, por fin, nadie le pregunta por qué. Es un hombre que se hace una vasectomía porque quiere ser parte activa de las decisiones reproductivas. Es un abuelo que se convierte en padre cuando su hija emigra buscando mejores oportunidades para enviar a su familia. Ese es el Chile real. Y está lleno de personas que toman decisiones racionales, difíciles, valientes, todos los días.
El cambio sociodemográfico no es una amenaza futura: es un cambio de época, que ya ocurrió. Chile es un país donde la natalidad bajó, y la esperanza de vida supera los 81 años. Es un país que envejece rápido, pero sin haber garantizado los derechos de quienes envejecen.
Y si no actuamos con decisión, el envejecimiento se traduce en maltrato, en pobreza, en abandono y en soledad. En mujeres mayores que cuidaron toda la vida sin cotizar y siguen cuidando sin poder descansar. En personas mayores que viven solas, sin redes, sin ingresos suficientes ni acceso a cuidados dignos.
Por eso, la transformación sociodemográfica que vivimos no es una crisis, es una expresión concreta de esas decisiones. Tenemos menos hijos, sí, pero no porque seamos más egoístas o no sepamos tomar “decisiones responsables”, sino porque el costo de criar y cuidar se volvió inviable. Porque la vivienda se volvió un lujo, el trabajo se volvió inestable y el tiempo escasea. Porque la maternidad y la paternidad se han transformado en una ecuación económica que simplemente no puede resolverse.
Durante años, se ha culpado al feminismo por la baja natalidad, como si fueran la igualdad y las libertades las que destruyeran la familia. Pero lo que destruye a las familias no es el derecho a decidir, sino la falta de condiciones para hacerlo libremente.
No es el amor diverso, es la ausencia de redes, de políticas públicas, de servicios básicos accesibles, de condiciones materiales para sostenerla. No es la autonomía, es el abandono. El problema no es que las mujeres elijan; el problema es que eligen sin apoyos, con miedo, con culpa, con costos que pagan en salud, en carrera, en afectos.
Y la política autoritaria y conservadora, defensora de este modelo económico no solo no ayuda, sino que desconfía de las decisiones de las personas. Mira con sospecha a quienes forman familia fuera del molde tradicional. Castiga a las madres sin pareja, no reconoce a quienes cuidan en casa, invisibiliza a quienes hacen familia sin casarse.
Pero lo cierto es que el país ya cambió. Tres de cada cuatro niños nacen fuera del matrimonio, y el tamaño promedio del hogar bajó a 2,8 personas. Las mujeres tienen su primer hijo a los 30, no a los 20. Las vasectomías aumentaron casi 900% en una década. Las mujeres lideran hogares, estudian más que los hombres, y trabajan, aunque con salarios más bajos y dobles jornadas de cuidado.
En este contexto, hablar de “recuperar la familia” como si eso implicara volver a un modelo único y cerrado es un sinsentido. La familia no desapareció, cambió. Se diversificó. Y en muchos casos, se fortaleció en vínculos afectivos más honestos, menos obligados, más democráticos.
Lo que falta no es que decidan por las personas culpándolas de los males de este agotado modelo de desarrollo, sino políticas que sostengan a esas familias reales. Que redistribuyan el cuidado, que aseguren tiempo, recursos, salud, comunidad. Que entiendan que tener o no tener hijos no es una decisión individual en el vacío, sino una apuesta colectiva que depende de las condiciones del entorno.
Lo que realmente ocurre es que, ante el avance de la extrema derecha a nivel global, muchos sectores han decidido abandonar una de las luchas socioculturales más relevantes del progresismo: la libertad. Mientras algunos ceden al chantaje de la ultraderecha, temerosos de perder legitimidad en el debate público, el Frente Amplio ha decidido mantener esa bandera en alto.
Por eso, la izquierda y el progresismo tienen el deber de no retroceder ni pedir disculpas por haber ampliado derechos y libertades civiles. Deben asumir con orgullo que Chile es hoy más libre que hace 50 años. Y que esa libertad -aunque incompleta y desigual- es un bien que vale la pena defender.
No hay desarrollo sin bienestar, ni bienestar sin afecto, ni afecto sin libertad. Lo que está en juego no es una guerra cultural o de sexos que nos imponen, es el derecho a vivir una buena vida. Con tiempo, con vínculos, con comunidad, con felicidad.
El Frente Amplio ha sostenido con claridad que el progreso es económico, social, cultural y humano. Por eso ha impulsado medidas como la reducción de jornada laboral, el reconocimiento del derecho al cuidado, el fortalecimiento de los apoyos a la crianza con la Ley Papito Corazón, la conciliación trabajo-familia, el aumento del salario mínimo y la implementación del Sistema Nacional de Apoyos y Cuidados.
No son solo políticas sociales: son apuestas civilizatorias, que impactan materialmente en la vida cotidiana de la diversidad chilena.
Porque reproducir Chile no es solo tener hijos: es sostener una patria digna para todas las personas. Es asegurar que quienes deseen formar familia puedan hacerlo sin renunciar a sus sueños. Que quienes cuidan, no lo hagan en soledad. Que quienes deciden no ser madres, no sean culpabilizadas. Que las decisiones de vida no se castiguen con pobreza o aislamiento. Que amar y criar no sea un lujo.
Este es el tiempo de reafirmar que el futuro de Chile se construye con libertad, con bienestar y con un profundo sentido de una patria justa. Y que el progreso, como tantas veces en nuestra historia, no pedirá permiso.