El neoliberalismo más allá de Pinochet; el caso de los grupos medios
En el campo de la izquierda chilena es parte de un “consenso canonizado” establecer que la desregulación socio-económica aplicada desde 1976 solo se explica por la ejecución de la modernización pinochetista que –de paso- covayudó a un forzado tránsito del espacio público-estatal a una burocracia privada inaugurando una “ciudadanía post-estatal”. Frecuentemente la refundación neoliberal se explica íntegramente por el ajuste estructural de los años 70’ dejando en un segundo plano otros factores que facilitaron el acceso a la llamada “aldea global” (sociedad de consumo). Indudablemente ello afecto en el proceso de individuación que han experimentado los grupos medios que “padecieron” la modernización post-estatal. Hacemos mención a un drástico viraje desde las clases medias modernas -apegadas al mérito, la mesocracia y la reforma- a nuevos “grupos” cuyos “estilos de vida” representan un verdadero desafío a la hora de avanzar hacia una definición normativa. A pesar de los temibles sucesos acaecidos en los años 70’, existe un consenso inquebrantable en el campo de la izquierda en torno al “terrorismo de Estado” (y sus efectos omnímodos) que tiende a subestimar un “vacío” histórico de las clases medias por cuanto, tal consenso, no logra dimensionar que la estatización del espacio público (“criollo”) y el déficit de “sociedad civil” facilitaron la instauración de la hegemonía neoliberal. Se trata de un factor que antecede a las transformaciones estructurales de los años 70’ y que posteriormente jugo en favor de la apabullante penetración neoliberal. Ello amerita revisar el carácter inclusivo de la esfera pública no estatal en la sociedad chilena, a saber, analizar “lo público” en tanto ámbito de sociabilidad, deliberación y “formas de afiliación” que trasciende las fronteras estatuidas por el soberano estatal. Sin perjuicio de admitir la vocación inclusiva del Estado chileno en el período 1938-1973 es posible persistir en una argumentación alternativa para comprender la “veloz” penetración cultural de la modernización autoritaria atendiendo al déficit de la sociabilidad no estatal como un factor crucial que facilitó el “boom” neoliberal a comienzos de los años 80’ (el celebrado “milagro chileno”).
Ello nos permite identificar de modo más preciso la vertiginosa re-configuración de los sectores medios en chile, a saber, la mutación de un sector social originalmente “apiñado” en la burocracia estatal, en la empleomanía del aparato productivo y la correa de los servicios sociales, cuya relación, décadas más tarde, se ha revelado como un vínculo clientelar o contractualista una vez que tuvo lugar la jibarización del Estado bajo la dictadura de Pinochet. Ello viene a confirmar la socio-génesis de los segmentos medios en el marco de la modernización desarrollista como un sub-producto de la expansión estatal (1950-1970). Sin perjuicio de la desafiliación de los “segmentos medios” del Estado a mediados de los años 70s, el declive forzado del asalariado público como efecto de la des-industrialización y los procesos de atomización que instaló la Dictadura, a poco andar revelan el carácter “bizarro” de nuestros grupos medios y, peor aún, el fracaso radical del anhelado proyecto de sociedad civil –ello con prescindencia del ajuste estructural implementado por los ‘chicagos boys’-. Una vez que tiene lugar la modernización post-estatal, los grupos medios revelan un patrón compulsivo hacia el consumo suntuario, la integración socio-simbólica y la escenificación pública reivindicando el mercado como nueva matriz de acceso simbólico hacia el año 1981.
De un estudio pionero titulado Las clases sociales en Chile (1985) rescatamos la siguiente afirmación, “Desde el punto de vista de los ingresos las clases medias son las que muestran los mayores índices de movilidad: en un sentido ascendente, su fracción independiente; en un sentido descendente su fracción asalariada –estatal-….por otra parte se transforman las propias pautas de prestigio social, alcanzando el consumo de bienes durables modernos una preeminencia mucho mayor que en el pasado en la conformación de status. En este sentido, el crédito al consumo tendió a reemplazar al empleo y gasto fiscales como vehículos de movilidad social, al menos en su forma simbólica más visibles” (el destacado es mío).
Cabe subrayar que la insospechada “fetichización del consumo” en el nuevo orden social representa un recurso funcional para la emergente modernización autoritaria más allá del fatídico “terrorismo de Estado”. Ello revela las complicidades entre segmentos medios y modernización autoritaria sin agotar el problema en la bullada contra-revolución de los años 70s. De tal suerte, el paso de una cultura demandante de Estado –cultura reformista- hacia el acceso simbólico mediado por el sistema crediticio se verá facilitado por la débil constitución del tinglado público/deliberativo –con anterioridad a los temibles sucesos de 1973. Aquí lejos de acotar la discusión afirmando de manera fastidiosa que a mediados de los 70’ colapsa un “programa de ciudadanía” y la armazón jurídico de la soberanía estatal, tiene lugar el fin del modelo público-estatal, y con ello se hace evidente la frustrada sociedad civil desarrollista. Salvo honrosas excepciones, esta interpretación hasta el momento no ha sido suficientemente explorada por las ciencias sociales. Es más nuestro sentido común, de forma tácita o explícita, tiende a explicar la crisis del “chile republicano” (1938-1973) como efecto de un “terrorismo de Estado” funcional al nuevo patrón de desarrollo, o bien, desde el agotamiento del tipo de representación que podía canalizar el régimen político (crisis de las planificaciones globales). Creemos que el riesgo de esta interpretación –más allá de la inminente estatización de las relaciones sociales- consiste en no advertir que el predominio estatal supone una perversión inmanente a este último que conspira contra las formas cooperativas de la sociedad civil.
Los fundamentos para sugerir esta lectura, más allá de su carácter provisorio, dice relación con la fragilidad de ciertos procesos históricos, algunos ubicados en la larga duración y otros más coyunturales; el insuficiente papel jugado por las elites mercantiles, el malogrado proyecto industrial y las dificultades socio-históricas de las clase sociales como matriz conceptual y política de cambio social en la región, son cuestiones que en nuestra lectura nos permiten “sopesar” críticamente las debilidades estructurales que desde sus comienzos acompañaron al Estado chileno durante el siglo XX.
Lo anterior nos lleva a identificar a nuestra “sociedad civil” como un proyecto frustrado (déficit de industrialización y falta de ciudadanía liberal) y de tal suerte a revisar las bases socio-históricas que contribuyeron en la instauración del bullado “milagro chileno” (1981). Ello también supone una interrogación crítica –que bien podría constituir otra hipótesis- de aquellos “enfoques” que subrayan la emergencia de “actores de clases” depositarios naturales de la modernización democrática encarnada por el Estado e implementada a través de políticas de inclusión (universal). Con relación a esto último los estudios sobre estructura social demuestran de manera irrefutable la “veloz” constitución de una burocracia privada -capa media independiente desahuciada del Estado desarrollista- que comenzó desde 1980 a sostener un activo intercambio de mercado expresado en la adquisición de “bienes durables”, en la reconfiguración de sus pautas de sociabilidad (estilo de vida, prestigio y retención de sus posiciones de clase) mediante la noción de estándar de vida, apelando a formas de representación que conciben gradualmente al mercado como experiencia cultural, referencia identitaria y mecanismo de integración socio-simbólico. De este modo podríamos avanzar hacia una explicación tentativa para analizar la poderosa expansión del consumo socio-simbólico. Se trata de una perspectiva que busca explorar el rápido enrolamiento de nuestra “sociedad civil” (deficitaria si se trata de exhibir sociabilidad publica “no estatal”) a las prácticas de consumo en tanto experiencia cultural y dramatización de estatus en el contexto de una creciente mediatización. Ello implicaría desarrollar con rigor otro tipo de genealogía donde nuestro análisis pueda interrogar la inflación del relato público-estatal y sus consecuencias sociales, culturales y políticas.
A tres décadas de las transformaciones aplicadas por una “dictadura modernizante” (Moulian, 2010b) nos encontramos ante nuevos procesos liderados por mecanismos de gratificación ceñidos al paradigma del emprendimiento. El estallido de nuevos patrones simbólicos, de reivindicaciones post-materiales en el último decenio, han modificado drásticamente los procesos “identitarios” en una especie de validación del emprendedor –nuevo imaginario de la sociedad del consumo-. Ahora se trata de un “consumidor activo”, que establece demandas en el campo de la gestión, de los servicios, cuya socialización descansa en las reglas del mercado; ello le da un estatuto más instrumental y menos programático a la demanda socio-educacional. En el Chile actual identificamos la constitución de una ciudadanía empoderada (empowerment) en diversas formas de interpelar materias valóricas, sociales y culturales de la actual institucionalidad –que bien puede ser la culminación de una racionalidad utilitaria gestada a fines de los años 70’. Esto puede representar un atributo de la modernización hegemónica en virtud de la liberalización de los modos de vida: la figura del emprendimiento representa un caso paradigmático a este respecto (PNUD, 2002).
Un somero “scanner” social pone límites insalvables al estatuto real de la protesta social (2006-2011) en el Chile actual. Esto en sus rasgos más generales se sitúa bajo el hedonismo estetizante que heredamos de la modernización post-estatal que tuvo lugar a comienzos de los años 80s. Nos referimos a los nuevos procesos de subjetivación, a los nuevos dilemas de la acción colectiva. En un libro titulado Modernidad Líquida el sociólogo polaco Ziygmunt Bauman (2007) ha caracterizado al sujeto globalizado como un ciudadano líquido, profundamente desafectado de los “ritos colectivos”. La interacción de mercado se expresa en sujeto “glucoso”, que en sus opciones culturales no puede ser retratado bajo estereotipos convencionales, pues no responde a patrones culturales estables, que dista la tradicional mesocracia, y responde a los símbolos etéreos de una sociedad de bienes y servicios. Por lo tanto, sus patrones de “solidificación” distan mucho de la inclusión que operaba en el ideario industrial. La sociedad actual para Bauman se caracteriza por la “licuofacción”, por identidades nómades. Por ello nociones como fluidez y volatilidad serían “atributos” del ciudadano post-estatal que establece una reivindicación gestional. En el caso chileno todo ello ha dado lugar a una verdadera “cultura del collage” que obliga a redefinir los modelos de vida. El “ciudadano líquido” alude a un “actor ubicuo”, de una movilidad social oscilante, cuyos patrones culturales expresan un malestar difuso con la institucionalidad socio-educacional, al tiempo que mucho más empoderado en la demanda por empleabilidad, eficacia y gestión –sin que ello represente la invocación de un discurso ideológico-. De allí que la cirugía social aplicada por los ‘chicagos boys’ no se limita a la sola refundación económica, sino que soterradamente fue capaz de sedimentar un proceso de subjetivación ceñido a las reglas del mercado, que se expresa en reclamos por eficiencia, resultados e indicadores a la actual “boutique” de los bienes y servicios.
En el marco de una ciudadanía despolitizada, sus modos de afiliación quedan desplazados por prácticas “afectivas” que no migran hacia “lo político” en el sentido de cultivar un discurso programático de acuerdos y disensos colectivos. Todo ello se ve agudizado por la modernización sin modernidad (Lechner, 1989) que tuvo lugar en los años 80s y que está en la base de la desafección de nuevos grupos medios socializados en los “mecanismos de mercado” instruidos –indirectamente- por la refundación de los ‘chicagos boys’. De ahí que cuesta apoyar las lecturas de un respetable columnista mercurial, que lee una demanda social más exigente, de ecos primer mundistas, que eventualmente traduciría nuevos derechos seculares en la sociedad chilena.
Aquí tiene lugar un espacio “glucoso” donde se impone la ausencia de tendencias proyectuales y, en cambio, priman reivindicaciones de empoderamiento atmosférico (consumidor activo) más vinculado a la tecno-imagen y la crisis de sociabilidad público-estatal. La tesis a este respecto es que se trata de un conjunto de demandas que no establecen un proceso de articulación política bajo un vínculo hegemónico para los nuevos movimientos sociales. Asumida la tendencia a la diseminación en diversas reivindicaciones signadas por la instrumentalidad queda al descubierto un déficit programático de la acción colectiva. Esta última posibilidad –dado los grados de penetración de una modernización suntuaria- es parte de un diagnostico que podría comprometer la capacidad hegemónica de un programa genuinamente transformador.
En el Chile actual, pese a la vitalidad de los movimientos de sociales (2011), la demanda social aparece “entremezclada” con una subjetividad crediticia, con reivindicaciones suntuarias y gestionales. Lejos de cerrar el problema apelando a la tesis del “mayo chileno”, también nos encontramos ante una resignificación de la protesta social al campo de la gestión y los servicios –especialmente en el caso de los nuevos grupos medios-. A propósito del inusitado ciclo de protesta social que ha experimentado la sociedad chilena, más allá de la evidencia empírica, no sabemos si predomina un proyecto genuino por modificar las bases globales del modelo mercado-educación y restituir un marco regulatorio general, o bien, somos testigos de una “reivindicación por eficacia” que busca optimizar la gestión, la rentabilidad y transparentar el modelo mercado-educación (intereses particulares vehiculizados colectivamente). Llevado al extremo de un slogan, este es el dilema más trascendental que enfrenta la sociedad chilena; ¿ciudadanía pendiente o republica del consumo?