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La condena del silencio: La cárcel social del aborto
Foto: Agencia Uno

La condena del silencio: La cárcel social del aborto

Por: Libertad Vidal Cubillos | 27.09.2025
La despenalización social del aborto es, en definitiva, un acto de madurez colectiva. Es entender que la única persona con autoridad moral y derecho soberano para decidir sobre su propio cuerpo es ella misma. Es reconocer que, como sociedad, tenemos la responsabilidad de dejar de ser cómplices de la violencia y del silencio.

La penalización del aborto no se limita a los códigos penales ni a los pasillos del Congreso. La condena más dura, persistente e insidiosa se dicta en lo cotidiano, en los juicios de opinión y, sobre todo, en los silencios que asfixian.

Esto pasa cuando una mujer no se atreve a contar lo que vivió porque sabe que la llamarán “asesina” y decide callar. O cuando una trabajadora guarda su secreto por miedo a perder el respeto que le costó construir en su equipo de trabajo. También ocurre en las familias, donde se instala la idea de que “fracasó como mujer” por haber decidido no maternar, como si el valor de una mujer residiera únicamente en su útero y no en su derecho a existir y decidir sobre su propia vida.

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Todas estas experiencias son violencia. Una violencia psicológica, sistemática y silenciosa que obliga a vivir decisiones trascendentales bajo las sombras del miedo y la vergüenza. Una violencia tan eficaz que incluso atrapa a quienes no han abortado, inhibiéndoles mostrar empatía o apoyar públicamente a quienes alzan la voz por los derechos de las mujeres y personas gestantes. El temor al desprestigio o a ser tildadas de “cómplices” paraliza la solidaridad y nos deja expuestas a un pacto de silencio social.

Por eso, cuando hablamos de despenalización social, no hablamos solo de una demanda legal, hablamos de derribar esa cultura de la culpa y la vergüenza que se ha usado históricamente como herramientas de control. La despenalización social significa reconocer que ninguna mujer o persona gestante debería ser juzgada ni sentirse culpable por tomar una decisión sobre su cuerpo y su vida.

Claro que en esa decisión influyen factores económicos, familiares, laborales o de proyecto de vida. Pero reducir a una mujer a esas circunstancias es negarle su humanidad, su raciocinio y su agencia. Lo que está en juego no es solo una decisión individual, sino la libertad colectiva de dejar de aceptar como natural que la maternidad sea obligatoria, como si fuera un destino y no una elección.

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Mientras el Congreso discute entre artículos del Código Penal y discursos moralizantes, la sociedad sigue imponiendo una condena invisible que pesa mucho más que la ley. Una condena que arrincona, que hace que vivamos nuestras decisiones bajo la clandestinidad del miedo, que silencia relatos y experiencias, que impide transformar el dolor en organización y acompañamiento.

La despenalización social del aborto es, en definitiva, un acto de madurez colectiva. Es entender que la única persona con autoridad moral y derecho soberano para decidir sobre su propio cuerpo es ella misma. Es reconocer que, como sociedad, tenemos la responsabilidad de dejar de ser cómplices de la violencia y del silencio.

La verdadera transformación feminista en este tema no es solo arrancar la penalización de los códigos legales. Es arrancarla de los prejuicios, de las conversaciones en la mesa familiar, de los espacios laborales, de los medios de comunicación. Es arrancarla de las miradas que juzgan y de los silencios que pesan.

Y esa transformación empieza cuando nos atrevemos a decir en voz alta lo que tantas han vivido en soledad: que decidir no maternar no es un fracaso, no es una vergüenza y no es un crimen. Es un derecho, el derecho de todas.

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