
Educar hoy para no castigar mañana
La violencia parece haberse instalado en todos los rincones del mundo, pero en nuestro país ha alcanzado niveles especialmente preocupantes. Lo más alarmante es que está penetrando ámbitos que creíamos protegidos, como nuestras escuelas.
Hoy la violencia no solo se vive en las calles; también se ha hecho visible, y en algunos casos cotidiana, dentro de los establecimientos educativos. Pero la violencia no brota sola ni en los árboles, no aparece por arte de magia ni se apropia del comportamiento de nuestros jóvenes por simple azar. Siempre hay causas, factores y responsables que la alimentan.
No es necesario enumerar las noticias que a diario retratan escenas violentas en escuelas, calles, transporte público o incluso dentro del hogar. Las redes sociales y la televisión nos exponen constantemente a imágenes escalofriantes: peleas escolares con puños, patadas, cuchillos e incluso armas; buses quemados; terrazas de comida donde los clientes son despojados de sus pertenencias; enfrentamientos con fierros y sables por un puesto en la calle.
A esto se suman términos como “turbazo”, “portonazo”, “encerrona”, “abordazo” o los extranjerismos como “motochorro” y “sicariato”, que describen una realidad que ya no sorprende, sino que agobia seriamente.
La violencia también se expresa en el lenguaje: insultos, burlas y descalificaciones que circulan libremente entre amigos, colegas, parejas y desconocidos. Violencia es caminar por la ciudad y sentirse amenazado por muros rayados sin sentido, veredas destruidas o basura acumulada. Violencia es vivir en un entorno donde algunos creen tener el derecho de imponer su voz, agredir al que piensa distinto o atacar a quien representa la autoridad.
Cuando la violencia se normaliza, se adhiere a la piel y se propaga desde la mente y el cuerpo, sin freno ni respeto. No condenarla a tiempo y con firmeza equivale a renunciar al derecho de todos a vivir seguros y en paz.
Y con ello, se socava también el respeto a toda forma de autoridad: policías golpeados, profesores agredidos, padres que no se atreven a corregir a sus hijos e hijos que no escuchan a sus padres. Una espiral que amenaza con volverse costumbre.
¿Cómo revertir esta realidad? Tal vez el camino no sea nuevo, pero sí urgente: que la escuela recupere su rol formativo, no solo como transmisora de conocimientos, sino como espacio donde se enseñen valores, virtudes y ciudadanía.
Y, aún más importante, que volvamos la mirada hacia la familia, primer y más decisivo núcleo educativo. ¿Qué lugar ocupa hoy la familia en nuestras políticas públicas? Recordemos la advertencia sabia de Pitágoras: “Educad a los niños y no tendréis que castigar a los hombres”.