
¿Más o menos Estado?
Con la incorporación de las últimas candidaturas a la carrera presidencial, se reactiva un debate que se ha mantenido solapado durante los últimos meses sobre la calidad y el tamaño del Estado. El marco de esta discusión se inició, paradojalmente, no por iniciativa de las candidaturas, sino por la acción proactiva de la Contraloría General de la República.
La investigación sobre el uso irregular de licencias médicas en funcionarios públicos, junto con enervar los ánimos, puso en duda probablemente uno de los valores más importante del servicio público: la probidad. Discutir sobre el Estado hoy tiene entonces como telón de fondo este grave cuestionamiento a su funcionamiento y eficiencia.
Tanto por el contexto político y social, así como por el grado de incertidumbre que se abre con este nuevo proceso electoral, el Estado se ha vuelto un objetivo predilecto y obligado para todas las candidaturas.
Reducir el tamaño del Estado, mejorar el Estado, menos Estado, lo cierto es que nadie se queda indiferente frente a esta oportunidad de postular una re-ingeniería social mayor. Muy pocos se atreven a defender su relevancia, aun cuando todos postulan que el futuro y el éxito del país pasa por un comportamiento activo y decidido sobre, con o contra el Estado.
El consenso es bastante transversal, aun cuando algunos actores -principalmente conservadores o extrema derecha- lo vociferan con mayor ímpetu. Más silenciosos, aunque no menos interesados, los sectores más liberales también ven en el momento actual una oportunidad única de echar mano al Estado, de intervenir sus lógicas y sus inercias, que van desde la llamada permisología, el estatuto administrativo y el empleo público, al control de los graves hechos de corrupción que se vienen sucediendo en el espacio local. Los tonos y las modulaciones parecen distintas, pero en ninguna de ellas el Estado sale incólume.
Conviene hacer notar que cualquier cambio en las regulaciones o cualquier tipo de reforma supone, paradojalmente, de la acción del Estado. Lo sabemos porque, a nivel global, estas narrativas han caído sistemáticamente en tamaña contradicción: pedir al Estado que reforme al Estado.
No hay que olvidar esa característica propia del Estado y de la estatalidad que, según Pierre Bourdieu, nos impide pensarnos fuera de él o en su ausencia. ¿Cómo mejorar la labor policial, el apoyo al emprendimiento, disminuir las regulaciones groseras que impiden el desarrollo de proyectos, mejorar los sistemas de financiamiento de la educación y salud pública sin pensar en un Estado más robusto, es decir, sin potenciar sus capacidades y su poder de acción?
Probablemente se invocará en múltiples ocasiones el llamado a la reforma o la abolición del Estado. Lo más probable es que estas intervenciones, más que propuestas, sólo correspondan a la voluntad de reforzar clivajes identitarios e ideológicos que son muy difíciles de implementar en la práctica.
La experiencia nos señala que una vez en el poder, son muy pocos los incentivos que tiene el legislador para modificar un espacio que le es propio y con el cual debe operar cotidianamente. Todo parece señalar que el Estado, esa entelequia que permite nuestra vida en comunidad, mira de reojo esta reyerta sin mucho interés, seguro de que los inquilinos que ocupan hoy la casa apenas advierten las inercias que lo sostienen.