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El nuevo rostro del autoritarismo
Foto: Agencia Uno

El nuevo rostro del autoritarismo

Por: Francisco Flores R. | 21.07.2025
La democracia no se defiende sola. Requiere convicción, pensamiento, vínculo. Líderes -y ciudadanos- que entiendan que el poder sin límites ni símbolos es puro desborde. Y que el deseo social no se calma ni con diagnósticos, ni con coaching, ni con likes. Se disputa con palabras, proyecto e instituciones que escuchen.

En 1933, Wilhelm Reich escribió un ensayo con nombre rimbombante: "La psicología de masas del fascismo". Pero lo que decía era sencillo y perturbador: los regímenes autoritarios no se imponen solo con armas, gritos o censura. Se sostienen porque hay quienes los desean. Porque hay algo en ese orden férreo, en ese discurso sin dobleces, que calma una inquietud más íntima: la de no saber qué hacer con la libertad.

Reich, que era psicoanalista y marxista (combo poco común incluso hoy), veía en el fascismo una consecuencia de cómo se moldea el carácter desde la infancia. Familias rígidas, papás autoritarios, sexualidad culpógena, educación a punta de castigo. Resultado: un sujeto obediente, temeroso, con rabia guardada, que solo necesita un permiso simbólico para volcar esa rabia sobre otros.

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Pero hoy todo eso parece haber cambiado. Las familias son más horizontales, los niños opinan, la sexualidad se vive con más libertad. Ya no está el padre que prohíbe todo. ¿Y entonces? ¿Por qué sigue seduciendo el autoritarismo?

Porque cambió de forma. Ya no viene en formato "no se puede". Ahora llega en clave de mandato disfrazado de libertad: "sé tú mismo", "exprésate", "sé feliz", "sé productivo", "sé visible". No se prohíbe, se exige. Y esa exigencia, aunque suene moderna, funciona igual que el viejo látigo: empuja, agota, y cuando uno cae, la culpa es de uno.

Ese empuje al goce -rinde, destaca, mejora, supera tus límites- produce un sujeto cansado, perdido, ansioso. Y ahí, justo ahí, reaparece la figura del líder fuerte. No como el viejo patrón que castiga, sino como el guía que tranquiliza. Que promete orden, pertenencia, sentido. No manda: orienta. La respuesta que no es solo la represión, sino la angustia frente a la falta de referencias, la sobrexposición, el exceso de elección, la caída del sentido común compartido.

Antes, se buscaba dirección en el padre, el partido, el cura, el profesor. Hoy se busca en el coach motivacional, en el influencer de autoayuda, en el algoritmo que dice qué hacer para ser exitoso o feliz. Cambiamos el púlpito por el canal de YouTube. Y los lideres autoritarios se presentan como figuras efectivas, virales, capaces de decir lo que nadie dice y de gozar donde otros dudan.

Reich lo vio venir: el autoritarismo no solo se impone desde arriba, se sostiene desde abajo. Se desea. Se necesita. No porque se quiera ser oprimido, sino porque ante el vacío simbólico, cualquier certeza se vuelve tentadora. Y hoy el vacío es estructural: no hay relato común, no hay horizonte, no hay brújula. Entonces uno se aferra al que grita más fuerte.

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Y ojo, que la respuesta a esto no puede ser mimetizarse con el adversario. Hay una trampa en sectores progresistas: creen que para disputar el sentido popular hay que parecerse al populista. Usar sus gestos, su tono, sus palabras. Pero eso no es política, es marketing emocional. Y lo emocional sin dirección termina alimentando al mismo monstruo que se quiere frenar.

Lo popular no es lo mismo que lo populista. Escuchar el malestar no significa repetirlo sin filtro. Si la política democrática no ofrece interpretación, si no arma un relato que convoque y oriente, lo que hace -sin querer- es dejar el deseo colectivo en manos del algoritmo o del matón del barrio.

Por eso, hoy más que nunca, necesitamos otra forma de hacer política: una que no se asuste del conflicto, que no banalice el disenso, que diga algo aunque incomode. No basta con levantar la voz. Hay que tener algo que decir. Algo que no quepa en un slogan.

La democracia no se defiende sola. Requiere convicción, pensamiento, vínculo. Líderes -y ciudadanos- que entiendan que el poder sin límites ni símbolos es puro desborde. Y que el deseo social no se calma ni con diagnósticos, ni con coaching, ni con likes. Se disputa con palabras, proyecto e instituciones que escuchen.

Porque si no, como decía Reich, no habrá que preguntarse por qué ganan los autoritarios. Habrá que preguntarse por qué dejamos de dar la pelea

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