
Cerrando las puertas a la educación: El verdadero peligro para Chile
Múltiples han sido las reacciones frente a los dichos del presidenciable y exalcalde de La Florida, Rodolfo Carter, quien aseguró recientemente en el programa Tolerancia Cero de CNN Chile que una de las soluciones para regular la migración irregular sería negarles a niños, niñas y adolescentes el derecho a la educación.
Si esta propuesta aberrante se hiciera realidad Chile no solo violaría acuerdos internacionales a los que está suscrito, sino que negaría un derecho humano fundamental. La educación no es un privilegio ni una dádiva que un político pueda quitar según su conveniencia; es un derecho consagrado en tratados, constituciones y principios básicos de cualquier sociedad que aspire a llamarse civilizada.
Pero más allá de los marcos legales y los tratados internacionales que Carter parece desconocer, o simplemente despreciar, lo más preocupante es la deshumanización que reflejan sus palabras. Como docente en un liceo industrial de Santiago Centro, donde la mayoría de los estudiantes son migrantes y muchos de ellos en situación irregular, estas declaraciones no solo me indignan, sino que me resultan inaceptables.
Hablar de negarles la educación a estos niños es, en términos simples, condenarlos a la marginalidad y a la exclusión. Es arrebatarles cualquier posibilidad de progreso, de romper con los ciclos de pobreza y vulnerabilidad que sus familias intentan dejar atrás. Quienes, como Carter, promueven estas ideas, no están buscando soluciones, están fomentando la desigualdad y el odio.
Me cuesta imaginar cómo quienes apoyan esta medida pueden dormir tranquilos. ¿Qué clase de sociedad estamos construyendo si nos negamos a educar a los niños por su nacionalidad? ¿Dónde queda la empatía, la solidaridad, la decencia más básica?
Los estudiantes migrantes han enriquecido enormemente las aulas. En mis clases de Lengua y Literatura, los debates y discusiones son vibrantes precisamente porque contamos con jóvenes de diferentes orígenes, con experiencias y perspectivas que fortalecen el aprendizaje colectivo. Sin ellos, el aula sería un espacio más pobre, más homogéneo, más estancado. Personalmente, sin mis estudiantes migrantes, no sería el profesor que soy hoy.
Sin la diversidad que aportan los estudiantes venezolanos, dominicanos, peruanos, ecuatorianos, haitianos y colombianos, mis días en la sala de clases no serían los mismos. Estoy seguro de que muchos de mis colegas sienten lo mismo.
Es urgente que quienes tienen poder de decisión dejen de usar a los niños migrantes como chivos expiatorios para sus discursos populistas y comiencen a mirar la realidad de las aulas. La educación es un derecho innegociable. Excluir a los niños migrantes no es solo cruel e inhumano, es un ataque frontal contra el futuro de Chile.