El resurgir del imperialismo estadounidense bajo Donald Trump
La llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos marcó un punto de inflexión en un mundo en proceso de transformación radical. Este cambio se manifiesta en diversos ámbitos: la territorialización de lo político, la deslocalización de lo económico, la desintegración de lo social, el desorden poblacional y la identificación cultural fragmentada.
Estos fenómenos, fruto de la globalización capitalista neoliberal, han generado un modelo cultural difuso, caracterizado por su ambigüedad y falta de precisión, que define nuestro tiempo.
La cultura contemporánea está profundamente influida por un flujo constante de mensajes que circulan sin jerarquía. Este flujo debilita las capacidades cognitivas colectivas, disminuyendo la atención, la concentración y la estructuración del pensamiento. Los medios de comunicación desempeñan un papel crucial en este contexto, pues moldean los mapas cognitivos sobre los que se basa la toma de decisiones.
Sin embargo, su influencia es ambivalente: por un lado, exponen la corrupción política; por otro, permiten la manipulación discursiva y el control de la opinión pública tanto a nivel nacional como global.
Es en este escenario complejo donde emerge Donald Trump como un actor político singular. Trump, un empresario multimillonario con un discurso populista y nacionalista, no solo desafía las normas del sistema político tradicional estadounidense, sino que también busca reconfigurar las dinámicas globales en favor de una visión imperialista de Estados Unidos. Bajo su liderazgo, se ha priorizado la “nacionalización de los flujos”, intentando revertir las tendencias deslocalizadoras de la economía global.
Las redes sociales y los medios de comunicación han sido instrumentos fundamentales para el ascenso de Trump. Figuras como Mark Zuckerberg y Elon Musk, a través de sus plataformas digitales, han facilitado la propagación de un mensaje que mezcla nostalgia por un pasado glorioso con promesas de recuperación económica y cultural. Este apoyo ha permitido que Trump construya una base de poder sólida, aunque polarizante, que refuerza su visión de un liderazgo imperial renovado.
Entre las primeras medidas de su administración, destacan las decisiones que han generado polémica por su carácter regresivo y su impacto global. Desde la firma de más de cien decretos de corte conservador hasta amenazas como la de revocar la soberanía panameña sobre el canal interoceánico, el proyecto político de Trump evidencia un enfoque unilateral que busca reposicionar a Estados Unidos como potencia dominante.
Propuestas como la anexión de Groenlandia o el fortalecimiento de su influencia sobre Canadá revelan una estrategia que no rehúye la confrontación directa con otras potencias globales, como China.
En este marco, se percibe un resurgimiento de tendencias retrógradas que combinan miedo a la libertad y una creciente desigualdad estructural. Estas condiciones han permitido el fortalecimiento de oligarquías y plutocracias, lo que contribuye a la consolidación de un sistema global altamente asimétrico.
La izquierda, en sus diversas expresiones, ha mostrado una notoria incapacidad para formular alternativas viables frente a este avance. Más allá de discursos retóricos, el progresismo y la centroizquierda no han logrado articular proyectos concretos que respondan a las necesidades del momento histórico.
La narrativa de un nuevo imperialismo estadounidense evoca paralelismos con producciones culturales como Megalópolis de Martin Scorsese, que anticipan escenarios de dominación global y concentración de poder. Sin embargo, este renovado imperialismo no está exento de resistencias potenciales.
La historia demuestra que todo proyecto político encuentra obstáculos, y aunque Trump parece confiado en la ausencia de oposición significativa, es improbable que su visión de hegemonía estadounidense avance sin contestación.
Las resistencias a este modelo pueden provenir tanto de actores estatales como de movimientos sociales globales. Potencias emergentes como China, Rusia y la Unión Europea tienen intereses geopolíticos que chocan con el proyecto de Trump. Por su parte, los movimientos sociales, aunque fragmentados, podrían convertirse en focos de resistencia frente a un orden mundial que refuerza las desigualdades y limita las libertades colectivas.
La semana pasada, Donald Trump, en su rol de presidente, ha tomado decisiones controvertidas. Una de las más significativas ha sido su retiro del Acuerdo de París, lo que genera mayor incertidumbre en torno al cambio climático. Este modelo de crecimiento ilimitado que promueve está claramente en crisis, pero parece ignorarlo deliberadamente. Además, ha manifestado su intención de retomar la explotación de pozos petrolíferos, una medida que representa un grave daño al medio ambiente.
Trump también ha emitido declaraciones polémicas sobre el papel de Brasil y América Latina, afirmando que “nuestros países necesitan más a Estados Unidos que Estados Unidos a ellos”. Estas palabras refuerzan su política proteccionista frente a economías dependientes, como la brasileña, que depende en gran medida de la exportación de sus productos hacia mercados estadounidenses.
Por otro lado, recientes declaraciones de una obispa en defensa de los inmigrantes homosexuales suscitaron el rechazo de Trump, quien respondió en su cuenta personal de la red social “X” descalificando su trabajo y cuestionando su labor. Estas palabras, de tono violento, han generado preocupación sobre si se traducirán en acciones concretas o si quedarán como simples declaraciones.
Finalmente, lo que está en juego no es solo el liderazgo de Estados Unidos, sino también la configuración de un nuevo equilibrio global. Este contexto plantea preguntas fundamentales sobre el futuro de la democracia, los derechos humanos y la sostenibilidad planetaria. ¿Qué tipo de liderazgo global necesita el mundo en el siglo XXI? ¿Es posible un modelo alternativo que priorice la cooperación sobre la dominación?
La respuesta a estas preguntas no solo dependerá de las decisiones de líderes como Donald Trump, sino también de la capacidad de las sociedades para articular visiones alternativas que trasciendan los límites del actual modelo neoliberal. La historia aún no está escrita, y el futuro dependerá de la voluntad colectiva para imaginar y construir un mundo diferente.