Suecia y la persistencia de la victoria: Lecciones para la izquierda democrática

Suecia y la persistencia de la victoria: Lecciones para la izquierda democrática

Por: Cristóbal Karle Saavedra | 26.08.2018
Todas estas son lecciones que bien podría procesar el atomizado y desorientado progresismo chileno. Tal como reza el axioma, en Chile no hay suecos. Pero sí hay una sociedad que pide transformaciones estructurales, una vida digna y segura, y una fuerza política que sea capaz de inspirar responsabilidad y solidez a la vez que avanza por la senda de la igualdad y la justicia.

A la hora de hablar sobre transformaciones económicas, sociales, políticas y alternativas viables al neoliberalismo radical, los países nórdicos resultan una referencia ineludible. Los niveles de desigualdad, actualmente disparados en América Latina, encuentran su punto más bajo en el norte europeo. En general, estos países han tenido en su historia reciente una poderosa influencia de la izquierda democrática, que en sus años de gobierno durante la posguerra impulsó el establecimiento de un Estado de Bienestar que Esping-Andersen llama “régimen socialdemócrata”, el cual “promueve altos estándares de igualdad, no solamente pisos mínimos de necesidades básicas”. Fundamentalmente, las políticas socialdemócratas apuntan hacia un orden social desmercantilizado, donde la calidad de los servicios básicos recibidos por la población depende únicamente del principio de ciudadanía, eliminando los diferenciales generados con arreglo al poder adquisitivo mediante la implementación de sistemas universales en sectores clave como la salud, la educación y, hasta cierto punto, las pensiones. Esto, sumado a políticas fiscales y de gasto progresivas (es decir, donde los ricos aportan más y reciben menos, incluso en términos relativos) configuran un arreglo institucional que predominó en Europa Occidental por casi cincuenta años, y cuyos remanentes son aún hegemónicos en los países nórdicos. Estos países lideran la mayoría de los índices vinculados a la calidad de vida, desde confianza interpersonal hasta movilidad social; sin representar la perfección ni el paraíso socialista, Escandinavia resulta excepcionalmente bien evaluado en casi cualquier índice habitualmente vinculado a aquello que, vagamente, reconocemos desde la izquierda como “justicia social”.

En septiembre de este año, como sucede con periodicidad desde hace décadas, se abrirán las urnas en uno de los países icónicos del régimen socialdemócrata de derechos sociales: Suecia, donde el Partido Socialdemócrata (Socialdemokraterna, SAP) pondrá a prueba la continuidad de su gobierno en coalición con los Verdes (Miljöpartiet, MP). Como veremos, el escenario actual se repite con frecuencia en la historia reciente del país.

La trayectoria y el ensamblaje institucional sueco no difiere en demasía de la mayoría de sus vecinos del viejo continente. Sin embargo, se diferencia en un detalle políticamente no menor: el proceso socialdemócrata, incluyendo tanto la fase expansiva como gran parte del repliegue, ha sido tutelado casi en su totalidad por la propia izquierda. El dato es apabullante: desde 1914, el Partido Socialdemócrata Sueco ha ganado 31 elecciones consecutivas, pasando a liderar el gobierno establecido en la mayoría de las oportunidades. De hecho, en doce ocasiones los socialdemokraterna superaron el 45% de los votos en solitario (la primera vez en 1936, la última en 1994), sin mediar alianzas coyunturales con otras fuerzas políticas. Una hegemonía electoral sin parangón. Profundizar en las causas del aparentemente incontarrestable dominio socialdemócrata podría extenderse hasta un libro completo, por lo que aquí se entregarán apenas algunas pinceladas.

Un factor particularmente excepcional es la inédita capacidad para complementar la existencia de bases con una fuerte presencia del mundo obrero, con un discurso lejano al sustancialismo y reduccionismo de clase que propugnaba el marxismo tradicional. Esta aparente contradicción, que mantuvo entrampados a los partidos obreros por largas décadas en muchos países fue superada rápidamente por la socialdemocracia sueca. La idea de Suecia como una folkhemmet (casa del pueblo), popularizada por Per Albin Hansson en el período de entreguerras, es un reflejo de la voluntad socialdemócrata de lograr avances materiales graduales, utilizando el poder político-institucional para despojar, poco a poco, de su agencia al gran capital económico. También rechaza el enfoque clasista confrontacional, apostando por una estrategia de gradualismo. Se trata, entonces, de un socialismo con un enfoque nacional antes que clasista, lo que no impidió que en 1960 (pleno apogeo del SAP), 80% de la militancia del partido perteneciera a la clase trabajadora. En la misma línea, el partido forjó, y mantiene hasta hoy, una estrechísima relación con la principal organización sindical del país, la LO (Landsorganisationen).

La narrativa socialdemócrata siempre aspiró a un futuro donde fuese abolida completamente la sociedad de clases, visualizándose incluso una transición efectiva al socialismo en su época de auge. Aun así, en el contexto de una sociedad en plena modernización industrial, Suecia antecedió a Europa central y fijó como meta el establecimiento de un amplio pacto social con la burguesía, que permitiera ganar terreno de manera paulatina, preservando la democracia liberal y el bienestar de la mayoría de la población antes que la supresión violenta de las clases dominantes. El punto cúlmine de esta estrategia deliberativa y “compromiso de clase” fueron los acuerdos de Saltsjöbaden en 1938, los cuales, si bien significaron una abdicación temporal del afán anticapitalista, permitieron una intervención masiva del Estado en el mercado laboral y la provisión de derechos sociales. Y pese a que sólo logró la mayoría absoluta de escaños del Riksdag (parlamento sueco) en un par de oportunidades, ha logrado ser gobierno en once décadas consecutivas, evitando el cordon sanitaire que suelen aplicar las fuerzas conservadoras a los partidos de izquierda.

Actualmente, el “modelo sueco”, forjado por el Partido Socialdemócrata, intenta recuperarse de casi cuatro décadas de repliegue neoliberal. El contexto internacional desfavorable a la izquierda, así como la emergencia de nuevas fuerzas políticas en el panorama local, han modificado la posición objetiva del SAP. Este 9 de septiembre, los socialdemócratas vuelven a las urnas; no son los mismos de Olof Palme, pero igualmente lideran las encuestas de intención de voto, y todo indica que (un líder moderado, con poco carisma pero alta valoración interna) iniciará este año su segundo período al mando del gobierno sueco. Aunque el horizonte socialista parece más lejano Stefan Löfveno que nunca, el mérito de modelar un país y establecer los criterios de éxito en una sociedad desde una perspectiva progresista no debe olvidarse jamás. El triunfo cultural del Estado de bienestar y la provisión igualitaria de derechos sociales en Suecia alcanza, incluso, el discurso de grupos de derecha antiinmigración. El discurso socialdemócrata, en términos de Gramsci, pasó a la esfera de las superestructuras complejas y universales: se volvió hegemónico.

Evidentemente, los éxitos pasados no aseguran un devenir luminoso, y el SAP deberá corregir su rumbo si quiere seguir representando fielmente los anhelos socialistas de quienes lo fundaron. Las claves serán, en cierto modo, las mismas que lo impulsaron al dominio histórico que hoy exhibe: un enfoque político-discursivo de unidad, que apunte a forjar identidades populares incluyentes, no excluyentes; un trabajo de base intenso, con una militancia extendida, activa y consciente; mantener el pragmatismo político necesario para no ceder terreno en la “guerra de posiciones” que establece el desfavorable contexto actual; fortalecer al Estado como agente de transformación social y garante de una igualdad de oportunidades que trascienda lo meramente formal, para consolidar una sociedad donde el bienestar no dependa del poder adquisitivo.

Todas estas son lecciones que bien podría procesar el atomizado y desorientado progresismo chileno. Tal como reza el axioma, en Chile no hay suecos. Pero sí hay una sociedad que pide transformaciones estructurales, una vida digna y segura, y una fuerza política que sea capaz de inspirar responsabilidad y solidez a la vez que avanza por la senda de la igualdad y la justicia. Una senda fijada en las condiciones concretas del capitalismo actual, que, tal como dice Atria, nos entregará, una vez dado el primer paso, una nueva perspectiva para discernir el paso siguiente.