
No solo en dictadura se tortura
En la medida en que nuestra cultura política le resta importancia a la violencia que ejercen diariamente los agentes del Estado, la tortura pasa a formar parte de ella. La tortura es lo opuesto al respeto por la dignidad humana y ha sido, es y será un hecho repudiable que debe combatirse con fuerza. Chile, al respecto, está en deuda. Nuestra historia nos advierte sobre la seriedad con que debemos avanzar en esta materia. Recordemos que en dictadura, con el fin de castigar a los opositores del régimen, los agentes del Estado les introducían ratones en la vagina a las mujeres, golpeaban hasta quebrarles las mandíbulas y los dientes a los supuestos terroristas y anulaban a las personas solo por defender con pasión un modelo político y económico diferente.
Aunque ya nadie detiene a las personas en el Estadio Nacional para torturarlas, y el recinto se ha convertido en un lugar de encuentro, eventos deportivos y alegrías, debemos saber que las atrocidades del pasado siguen vigentes. Hoy se tortura a los pobres que un Estado represor, castigador y violador encierra en las cárceles, a los estudiantes que marchan por un Chile más justo, al pueblo mapuche que intenta reivindicar los derechos históricos que tienen sobre sus tierras, a las personas de la tercera edad en los asilos de ancianos, a los pacientes con problemas de salud mental en los siquiátricos y a las LGBT.
Actualmente, se encuentra en tramitación el proyecto de ley que tiene por objeto tipificar el delito de tortura. Aunque significa un avance, este proyecto carece de la suficiente fuerza y no satisface los estándares que debe cumplir un Estado democrático respecto a un tema tan sensible como este. De acuerdo con el artículo 1 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, es tortura «todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia». Esta definición debe complementarse con el artículo 2 de la Convención Interamericana: «Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica».
El proyecto que hoy se discute en el Parlamento tiene varias deficiencias. Primero, utiliza cláusulas cerradas para definir ciertos conceptos. En vez de considerar «tortura» los actos motivados por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación (como indica la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes), el proyecto la restringe a aquellos actos que están motivados por razones de raza o etnia, nacionalidad, ideología u opinión política, religión o creencia, sexo y orientación sexual. Lamentablemente, este listado excluye discriminaciones en razón de diversidad funcional, color, género e identidad cultural. Al ser la discriminación un concepto dinámico, esta restricción comporta el riesgo de que ciertos actos de tortura queden en la impunidad. En este sentido, es importante puntualizar que el hecho de que se utilicen clausulas más abiertas no atenta contra el principio de tipicidad (esto es, el derecho de los ciudadanos a que se describan específicamente las conductas penales). Como sentó el precedente del Tribunal Constitucional a propósito de la esclavitud y «otras prácticas análogas», la definición de la normativa internacional que regula la materia le otorga la determinación necesaria.
En segundo lugar, en vez de escoger la fórmula internacional que se refiere a métodos «tendientes» a anular la personalidad de la víctima, el proyecto utiliza una definición más restringida que se refiere a la prohibición de métodos «aptos» para anular «completamente» la personalidad de la víctima. Esto significa que, si el medio no es «apto» pero sí «tendiente», el acto no sería constitutivo de tortura. Tampoco se podría castigar la anulación «parcial» de la personalidad de la víctima, ya que el proyecto exige la anulación «total». Además, el proyecto utiliza «degradantes», cuando de acuerdo con la normativa internacional, no son lo mismo tratos crueles y degradantes. El hecho de no diferenciarlos puede propiciar que actos que son crueles pero no degradantes queden en la impunidad.
Por último, para prevenir la tortura es necesario que el Estado cree un Mecanismo Nacional de Prevención contra la Tortura, donde la sociedad civil sea parte activa tanto de su elaboración como de su implementación (como dispone el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, ratificado por Chile).
En esta institucionalidad, la tipificación de la tortura se convertirá en una quimera. Si el proyecto no se ajusta a la normativa internacional, quienes cometan estos delitos no se inhibirán de actuar, porque de antemano sabrán que solo serán sancionados con una pena sustitutiva sobre la base de una ley muy restringida. La tortura debe tener pena efectiva y el Estado chileno debe tomarse en serio este imperativo.
Asimismo, debe capacitar a los funcionarios que ostentan el uso de la fuerza pública e implementar mecanismos efectivos para investigar y reparar a quienes son víctimas de tortura, sentando las bases para que exista una cultura de respeto a los derechos humanos y Chile sea un país donde las víctimas estén protegidas y los actos de tortura no queden nunca más en la impunidad.