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Científico marino: “La salmonicultura es un sistema diseñado para maximizar ganancias, no para alimentar a la población”
Producción de salmón en Chile. Foto: Agencia UNO.

Científico marino: “La salmonicultura es un sistema diseñado para maximizar ganancias, no para alimentar a la población”

Por: Michael Lieberherr Pacheco | 30.12.2025
Para producir un kilo de salmón cultivado se usan cerca de cuatro kilos de peces silvestres que se convierten en harina y aceite de pescado, con las que se elabora el alimento para salmones. Este impacto poco conocido es parte de lo que devela el científico marino de Oceana Chile, David Costalago.

Mientras la salmonicultura proyecta su crecimiento sostenido en Chile, el científico marino de la ONG Oceana, David Costalago, devela costos ecológicos poco conocidos de la industria, que usa grandes cantidades de aceite y harina de pescado hecha de peces silvestres para alimentar a los salmones.

En esta entrevista, el científico profundiza sobre las conclusiones que divulgo en el seminario “salmonicultura en tensión: equilibrando ciencia, regulación y naturaleza” organizado por Oceana Chile en el Festival Ladera Sur.

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Como científico marino has trabajado por años estudiando peces pelágicos, cambio climático y sistemas alimentarios marinos. Desde esa experiencia, ¿qué visión tienes del modelo salmonero chileno, pensándolo de forma global y no sólo desde indicadores productivos o económicos?

Esto no es algo exclusivo de Chile, se repite en prácticamente todos los países donde se cría salmón. Son sistemas industriales de producción de alimentos diseñados fundamentalmente para maximizar beneficios económicos, no para alimentar a la población. Y ese punto es clave, porque estamos hablando de comida, no de bienes de lujo o productos secundarios.

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En el caso del salmón, además, se trata de una especie carnívora que depende fuertemente de insumos externos. A diferencia de otras formas de acuicultura, como el cultivo de algas o bivalvos, el salmón requiere alimento elaborado, y ese alimento representa más del 50% de los costos totales de producción. Eso hace que el impacto del modelo de maximización de beneficios económicos sea global, no local.

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En la presentación realizada en el taller de Oceana, planteaste una pregunta provocadora: “¿Es la salmonicultura tan buena como nos dicen?”. A partir de la evidencia expuesta, ¿cuáles son las principales diferencias entre el relato de sostenibilidad de la industria y lo que indican los datos?

El discurso dominante suele centrarse en la eficiencia productiva: cuántos kilos de salmón se producen con cierta cantidad de alimento, o en comparar la huella del salmón con otras proteínas animales. Pero ese relato omite partes fundamentales del sistema, especialmente lo que ocurre fuera de las jaulas.

Cuando uno incorpora el origen de los insumos, el impacto sobre otras pesquerías, la presión sobre ecosistemas distantes y las consecuencias sociales, el panorama cambia bastante. La salmonicultura aparece entonces como un sistema altamente dependiente de recursos externos, y con una huella ambiental y social mucho mayor de la que suele reconocerse públicamente.

Uno de los puntos clave es la gran cantidad de peces salvajes necesarios para producir harina y aceite de pescado, cifras cuestionadas por representantes de la industria. ¿Cómo se realiza ese cálculo y por qué no basta con hablar de tasas de conversión del alimento?

Ahí suele haber una confusión, a veces intencional. Cuando la industria habla de tasas de conversión de 1,2 o 1,5 a 1, se refiere únicamente a cuántos kilos de pellets se necesitan para producir un kilo de salmón. Y eso puede ser correcto.

El problema es que ese cálculo ignora de qué están hechos esos pellets. Hoy, en promedio, contienen cerca de un 10 a 12% de harina de pescado y alrededor de un 10% de aceite de pescado. Para producir esos ingredientes se utilizan peces salvajes, principalmente pequeños pelágicos.

Para obtener un kilo de harina de pescado se necesitan entre cuatro y seis kilos de pescado. En el caso del aceite, que es mucho más complejo de extraer, se requieren entre 12 y hasta 62 kilos, dependiendo de factores ambientales y biológicos. Estos datos provienen de estudios recientes publicados en Science Advances.

Cuando se suman todas esas variables, el resultado es que, en promedio, se necesitan alrededor de cuatro kilos de pescado salvaje para producir un kilo de salmón de cultivo.

¿Qué consecuencias tiene esta demanda de pequeños pelágicos para los ecosistemas marinos y para las comunidades que dependen de estos peces para su alimentación?

Las consecuencias son tanto ecológicas como sociales. Estos peces -anchovetas, sardinas, jureles- son altamente nutritivos y, además, relativamente baratos. En muchas regiones del mundo, especialmente en África occidental, constituyen la base de la alimentación y del empleo para millones de personas.

En países como Senegal o Gambia, la disponibilidad de pescado per cápita ha caído de manera drástica en paralelo a la expansión de la industria de harina y aceite de pescado. Se está retirando un recurso esencial de comunidades que ya enfrentan inseguridad alimentaria para producir salmón que se consume mayoritariamente en países donde ese problema no existe.

Incluso si asumiéramos que estas pesquerías están bien gestionadas desde el punto de vista biológico, el dilema ético sigue estando ahí.

Desde la campaña Salvemos la Patagonia se ha insistido en que la salmonicultura no debería operar dentro de áreas protegidas. ¿Qué riesgos adicionales implica mantener centros de cultivo en territorios protegidos de la Patagonia?

Yo no quise profundizar demasiado en la operativa específica de las granjas en Chile porque no soy especialista en ese ámbito y porque sabía que podía generar resistencia. Pero es evidente que cualquier actividad acuícola intensiva genera impactos importantes en zonas costeras.

Cuando hablamos de áreas protegidas, lo son por una razón. La presencia de centros de cultivo implica riesgos como escapes de salmones, competencia con especies nativas, alteración de cadenas tróficas y contaminación. Incluso si algunos impactos se consideran temporales, la recurrencia, por ejemplo, de escapes de cientos de miles de peces cada año, puede generar efectos acumulativos muy relevantes en ecosistemas vulnerables.

Además, muchas veces se intenta minimizar el problema señalando que ciertas áreas están protegidas sólo en tierra y no en el mar, lo que en el fondo reconoce implícitamente que la actividad sí genera impactos.

Finalmente, si Chile quisiera avanzar hacia un modelo compatible con la protección de la Patagonia, sus fiordos y comunidades costeras, ¿qué cambios concretos serían indispensables?

La primera pregunta es si realmente necesitamos producir tanto salmón. Es una discusión incómoda, pero necesaria. El salmón no es un alimento esencial a nivel global; su consumo masivo responde en gran parte a estrategias de marketing muy exitosas en países de ingresos altos.

Si aún así se decide mantener la industria por su importancia económica, entonces hay que aceptar que hacer las cosas bien implica producir menos. Estudios recientes muestran que, si se gestionaran de forma sostenible todas las poblaciones de pequeños pelágicos, y considerando los impactos del cambio climático en estas poblaciones, la producción mundial de salmón tendría que reducirse entre un 8% y un 35%.

Desde un punto de vista estrictamente ecológico, no hay peces suficientes para sostener el crecimiento que hoy proyecta la industria. Y eso sin considerar los aspectos éticos. Sin embargo, la respuesta ha sido intentar expandirse aún más, cuando el sistema ya está claramente tensionado.

Esta nota se publica en alianza con la campaña Salvemos la Patagonia.