Cómo volver al pasado sin llamarlo dictadura
José Antonio Kast encarna, sin pudor ni rodeos, al primer defensor abierto de la dictadura de Pinochet que alcanza la presidencia tras la recuperación democrática. Un hito singular: no todos los días el autoritarismo logra reciclarse con éxito electoral, traje sobrio y tono republicano. La democracia, vista así, no solo sirve para avanzar, sino también para administrar nostalgias largamente contenidas.
Hijo de un militante del partido nazi alemán —dato incómodo pero respaldado por documentación histórica— llegado a Chile en los años cincuenta, Kast no surge de una casualidad ni de una simple coyuntura electoral. Es la expresión coherente de una herencia ideológica que nunca terminó de romper con el pasado y que hoy se siente nuevamente legitimada para ocupar el centro del poder. No hay herejía ni contradicción en su relato: hay continuidad, paciencia y cálculo.
Hermano de Miguel Kast, uno de los Chicago Boys que desde 1975 diseñaron e impusieron, bajo un contexto de represión sistemática, el modelo económico ultraliberal que aún estructura el país, y formado políticamente bajo la tutela de Jaime Guzmán, principal arquitecto ideológico del régimen, Kast representa una síntesis precisa. No es solo un heredero biográfico, sino un continuador doctrinario. En su figura confluyen el orden autoritario, la desconfianza hacia lo público y la convicción de que el mercado, incluso en dictadura, siempre sabe más que la ciudadanía.
Desde esa matriz se articula su proyecto político, que no se reduce a cifras macroeconómicas ni a promesas de eficiencia. Se trata de una concepción de sociedad profundamente jerárquica, donde el Estado debe limitarse a garantizar el orden, los derechos sociales son vistos como distorsiones del mercado y la desigualdad se acepta como una consecuencia natural del mérito. No hay aquí innovación ni modernidad: hay una defensa explícita de un esquema que privilegia la acumulación por sobre la cohesión social y que entiende la política pública como una concesión incómoda.
En coherencia con ese marco, Kast se rodea y se alinea con referentes que refuerzan su visión excluyente. Su cercanía con Paul Schäfer y su vínculo con fuerzas ultraderechistas internacionales como Vox no son anécdotas, sino señales políticas.
Desde allí se proyecta una agenda que apunta a desmantelar políticas sociales, restringir derechos conquistados —como el aborto, el matrimonio igualitario y las políticas feministas— y reinstalar una noción de libertad entendida como ausencia de límites para unos pocos. El Estado, reducido a gendarme moral y garante del mercado, deja de ser un espacio de protección para convertirse en un instrumento de disciplinamiento.
Defensor declarado de un Pinochet que murió en impunidad, Kast se instala en un país atravesado por la memoria de la represión, con responsables aún condenados y sitios que recuerdan el horror que algunos prefieren minimizar. Ha insinuado incluso indultos por razones “humanitarias”, como si la historia pudiera resolverse con gestos selectivos y como si las víctimas debieran, una vez más, cargar con el peso de la reconciliación. La memoria, en este relato, aparece como obstáculo y no como aprendizaje.
Su ascenso fue amplificado por los grandes medios de comunicación, siempre dispuestos a confundir radicalidad con carácter y autoritarismo con liderazgo. Persistió, además, la cómoda idea de que la economía pesa más que la ideología en el voto popular, como si el modelo económico no fuera, precisamente, una de las expresiones más concretas de la ideología. El mercado se presenta como neutral, mientras define, silenciosamente, las reglas del juego social.
A sus filas llegarán republicanos, algún rezagado de la UDI —partido que le dio aire y proyección— y, con suerte, algún RN desorientado. Pero no habrá espacio real para ellos. La vendetta política es parte del libreto. Kast preferirá rodearse de figuras dóciles, sin capital propio, porque el objetivo no es la coalición, sino la depuración. Todo aquel que no se ajuste estrictamente a sus lineamientos quedará fuera, relegado al olvido o a la irrelevancia.
En política internacional, el criterio parece igual de consistente. Kast cruza la cordillera para recibir no se sabe bien qué: ¿una bendición ideológica, una foto para la galería o un gesto de alineamiento con Javier Milei? El detalle no es menor.
Chile registraba el domingo 14 de diciembre 80 puntos básicos de riesgo país; tres días después, subió a 104. Los mercados, siempre atentos a las señales, no suelen tranquilizarse con abrazos a líderes que acumulan 2500 puntos básicos y una historia permanente de default. Los inversionistas, esos mismos a los que se invoca como brújula moral, comienzan a mirar estas alianzas con visible inquietud.
Ya vendrán los días en que muchos de sus votantes se pregunten, con desconcierto tardío, en qué momento todo empezó a salir mal. Nada sólido se construye sobre mentiras, intervenciones y discursos cargados de odio, aderezados con frases aprendidas y la infaltable muletilla del “depende”. Así estamos. Y como dijo Mujica, él no es el fenómeno. El verdadero fenómeno son quienes lo votaron.