No en mi nombre: Fe evangélica, oposición y dignidad popular
En América Latina hay una tentación que vuelve cada cierto tiempo: usar a Dios como aval electoral. En Brasil, Jair Bolsonaro intentó convertir la identidad evangélica en una credencial política, instalando la idea de que quien se oponía a su proyecto se oponía también a la fe.
En Chile, hoy vivimos un fenómeno parecido: sectores de la ultraderecha se presentan como defensores “naturales” de los valores cristianos, mientras parte del mundo evangélico es empujado —a veces con miedo, a veces con culpa— a alinearse como bloque.
Pero la historia reciente muestra algo importante: eso no es inevitable.
En plena campaña de 2022, Lula entendió que el bolsonarismo había logrado instalar una narrativa poderosa: “si gana el otro, cerrarán las iglesias; si gana el otro, se perseguirá la fe”. Es el mismo relato que hoy se activa cuando la disputa electoral involucra a candidaturas provenientes de la izquierda. Frente a eso, su respuesta no fue caricaturizar al mundo evangélico ni tratarlo como una “masa conservadora”, sino disputar el sentido.
Primero, dio una señal pública de garantías: se comprometió con el respeto a la libertad religiosa y denunció el uso político de la fe. Incluso en temas sensibles como el aborto, sostuvo que el debate debía resolverse en el Congreso y cuestionó propuestas extremas impulsadas desde el conservadurismo, buscando neutralizar la campaña del miedo instalada por la ultraderecha.
Segundo, se quebró una idea que ese sector había intentado imponer: que ser evangélico implicaba obediencia política. Muchas comunidades comprendieron que la fe no podía seguir funcionando como cobertura moral de proyectos autoritarios y que el Evangelio no se agota en consignas sobre orden o familia, sino que interpela directamente la pobreza, la exclusión y la dignidad humana.
En Brasil, además, el bolsonarismo llevó esta relación al extremo. En algunos territorios, la violencia y la ausencia del Estado favorecieron la confluencia entre discursos religiosos, prácticas autoritarias y estructuras de control territorial ligadas al crimen organizado.
En esos contextos, símbolos y lenguajes evangélicos fueron utilizados por actores locales como herramientas de legitimación de su poder y de prácticas de control territorial, un fenómeno descrito por la prensa como narcopentecostalismo. No se trata de estigmatizar a las iglesias ni a la fe evangélica, sino de advertir hasta dónde puede llegar su instrumentalización cuando se la pone al servicio del poder y del control social.
¿Por qué esto importa en Chile, hoy?
Porque acá también se está instalando la idea de que existe una especie de “bancada de Dios” con propietario. Lo vimos hace pocas semanas, en pleno contexto electoral, durante un acto oficial en Maipú, cuando un adherente fanático del excandidato presidencial Johannes Kaiser —el entonces candidato a diputado Juan Carlos Gómez— afirmó públicamente que Kaiser era un “elegido de Dios”. Este tipo de declaraciones no son anecdóticas: buscan instalar la idea de que ciertas opciones políticas cuentan con una legitimidad divina incuestionable, anulando toda deliberación democrática.
Y porque, tras el triunfo de José Antonio Kast, la discusión deja de ser teórica. Cuando se anuncia un ajuste fiscal de gran magnitud sin detallar con claridad sus efectos, la pregunta central es siempre la misma: ¿quién paga el costo? Se habla de un recorte del orden de los 6.000 millones de dólares mientras se asegura que beneficios sociales como la PGU no se verán afectados. Esa tensión no es solo presupuestaria: es política y moral.
Más allá del recorte en sí, un ajuste de esta magnitud implica retirar una cantidad significativa de recursos de la economía, con el riesgo evidente de enfriar la actividad económica, reducir el trabajo y afectar los ingresos de familias, pequeños comercios y comunidades enteras. Y esos impactos se concentran, casi siempre, en los mismos territorios populares donde muchas iglesias evangélicas están profundamente insertas.
No es una discusión abstracta. En la periferia, cuando el Estado no alcanza o se retrae, son las iglesias las que terminan sosteniendo funciones sociales básicas: contención emocional, salud mental, espacios comunitarios, prevención de adicciones, acompañamiento en el duelo, apoyo a adultos mayores. Defender políticas que profundizan la precariedad, mientras se invoca la fe como legitimación moral, resulta una contradicción difícil de sostener desde cualquier ética cristiana.
Por eso, si somos evangélicos y estamos en la oposición, la pregunta no puede reducirse a “qué pasa con mis valores”, sino también a qué pasa con el pan, el arriendo, la salud y la vejez. En territorios marcados por precariedad e inseguridad, la ultraderecha ofrece respuestas simples a problemas complejos, y muchas veces lo hace en nombre de la fe.
Aquí aparece un punto clave: quién dice representarnos.
El Partido Social Cristiano, que durante años se presentó como “la voz” de las iglesias evangélicas , mostró una fragilidad política evidente. El mundo evangélico no es un bloque homogéneo ni un electorado cautivo: conviven en él diversidad social, frustración económica y una profunda distancia con la política tradicional. Leerlo como masa uniforme llevó a confundir representación con apropiación.
Y aquí viene lo decisivo: no basta con denunciar a la ultraderecha por intentar adueñarse del Evangelio. También es necesario decirle a la izquierda que el diálogo con las iglesias no se construye desde el desprecio ni la superioridad moral, sino desde el respeto y una agenda común orientada a la justicia social.
Nuestra postura como evangélicos opositores debiera ser clara: no regalar el nombre de Dios a ningún proyecto político; desarmar la campaña del miedo con claridad, entendiendo que libertad religiosa y democracia no se amenazan entre sí; volver a la ética social del Evangelio, recordando que defender la dignidad de los pobres no es “comunismo”, sino coherencia cristiana; romper la idea de representación automática; y construir una oposición evangélica con arraigo territorial, que hable de salario, deuda, pensiones, salud mental, cuidados, adicciones y violencia barrial, es decir, de lo que la iglesia ve cada semana en sus comunidades.
Brasil enseña que la ultraderecha no se enfrenta solo con indignación, sino con estrategia: disputando el sentido, cuidando la libertad religiosa y, sobre todo, no abandonando a los pobres en nombre de una supuesta “pureza moral”.
Porque cuando la fe se convierte en herramienta de poder, los primeros perjudicados suelen ser los mismos de siempre: los de abajo.
Y a esos —a esos— es a quienes el Evangelio nos manda a mirar primero.