Reparar sin nombrar: La deuda ética del Estado con las víctimas de femicidio
A tres años del anuncio del proyecto de ley que establece un régimen de reparación para víctimas de femicidio y suicidio femicida, saludamos a las compañeras de la Coordinadora Ni Una Menos Chile, impulsoras de una demanda largamente postergada por el Estado, cuya lucha permitió instalar la exigencia de una respuesta institucional de reparación frente a la expresión más extrema de la violencia machista.
El diseño de la norma anunciada, sin embargo, evidencia limitaciones estructurales que impiden sostener que se trate de una reparación integral, transformadora y acorde a los estándares internacionales de derechos humanos de las mujeres. La propuesta contempla tres medidas principales.
La primera consiste en una pensión mensual de $160.000 para hijos e hijas menores de 18 años. Este monto es inferior al estándar mínimo que el propio ordenamiento jurídico fija para un alimentario, equivalente al 40% del Ingreso Mínimo Mensual.
Considerando que el Ingreso Mínimo Mensual vigente asciende a $529.000, dicho porcentaje corresponde a $211.600, lo que demuestra que la pensión establecida por la ley se sitúa por debajo de los mínimos reconocidos por el Estado para garantizar la subsistencia. A ello se suma que esta pensión se extingue automáticamente al alcanzar la mayoría de edad, incluso en casos de discapacidad o dependencia, reforzando su carácter insuficiente y transitorio.
La segunda medida corresponde al establecimiento de un fuero laboral por un año para víctimas de femicidio frustrado o tentado. Su alcance resulta insuficiente y meramente simbólico, en tanto no guarda proporción con la duración ni con la complejidad de los procesos judiciales asociados a estos casos.
Paradójicamente, esta disposición se inspira en el caso de Alda Reyes, madre de Yini Sandoval Reyes, asesinada el 29 de diciembre de 2016 junto a sus tres hijos —Ignacio, Valentín y Daniel—, quien, durante el extenso proceso judicial, concluido recién en marzo de 2020, fue desvinculada de su trabajo. Incluso si esta norma hubiese estado vigente en ese período, no habría alcanzado a brindarle protección efectiva.
A estas insuficiencias se suma una tercera medida: la calificación administrativa de las víctimas de femicidio. Presentada como un avance, su redacción termina por vaciarla de sentido, al restringir su aplicación retroactiva al año 2010, dejando fuera a la inmensa mayoría de las mujeres asesinadas por esta violencia extrema.
Se trata, además, de una medida que no implicaba costo fiscal alguno y que habría permitido algo esencial y profundamente humano: reconocer, aunque fuera tardíamente, a todas las mujeres víctimas de femicidio, devolverles nombre, historia y lugar en la memoria colectiva. Esa posibilidad, sin embargo, no fue considerada.
Y era lo mínimo.
Porque el reconocimiento importa.
Porque nombrar es existir.
Esta omisión duele aún más si se considera que en Chile los nombres de las mujeres víctimas de femicidio anteriores al año 2010 son escasos o derechamente inexistentes en los registros oficiales, prolongando su desaparición más allá de la muerte y consolidando un borramiento institucional y simbólico que el Estado tenía la oportunidad —y la responsabilidad— de reparar.