Lo organizó mi esposa
El ministro de la Corte Suprema, Diego Simpertigue viajó en 2023 y 2024 junto al abogado Eduardo Lagos -hoy en prisión preventiva por cohecho y otros delitos vinculados a la trama bielorrusa- y, en el primer viaje, también con su socio Mario Vargas, igualmente recluido en Capitán Yáber. Ante la prensa, Simpertigue intentó reducir la controversia a un malentendido doméstico: “Yo no organicé nada”, eso lo vio su esposa.
La frase, más que una explicación, es un síntoma. En Chile existe una larga tradición en que, cuando los hombres con poder quedan acorralados, aparece una mujer para cargar con la responsabilidad: la esposa, la secretaria, la socia administrativa. El patriarcado amortigua el golpe, mientras ellos preservan la respetabilidad.
Lo hemos visto antes. Y no solo en la política: en el propio Poder Judicial. Alejandra Matus documentó, en El libro negro de la justicia chilena, el caso del ministro Lionel Beraud y su esposa Gloria, quien recorría los pasillos de la Corte Suprema conversando con abogados que litigaban ante su marido. Hablaba de dificultades económicas y de la necesidad de vender bienes familiares… y después venían los “gestos caritativos”. No hacía falta mencionar el juicio: todos entendían el intercambio. Un mecanismo discreto, elegante y funcional. La Corte Suprema no fue capaz de enfrentar seriamente esta situación.
El uso de esposas como pantalla no terminó en los 90. En el caso Penta, las esposas de Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín también boletearon para justificar ingresos y triangular recursos. La fórmula era simple: las esposas emitían boletas por asesorías inexistentes. Una estructura de poder que se disfraza de “gestión familiar”.
Y no solo esposas. En el caso Longueira, la secretaria del entonces ministro emitió boletas falsas a SQM, operando como intermediaria administrativa de un flujo ilícito. Otra vez, una mujer en el rol de fusible: la pantalla que sostiene la operación mientras el líder conserva la distancia suficiente para negar intencionalidad.
Si sumamos los casos del excomandante en jefe del Ejército Juan Miguel Fuente-Alba y su esposa, o del exdirector de la PDI Héctor Espinosa y su cónyuge, la tendencia se vuelve indiscutible: cuando los hombres poderosos no quieren dejar huellas, las mujeres de su entorno aparecen como interfaz del abuso. A veces conscientes, otras no. Pero siempre funcionales al ocultamiento.
Por eso la frase “lo organizó mi esposa” no es solo un exabrupto torpe. Es parte de un patrón cultural donde la responsabilidad se delega hacia abajo y hacia lo femenino, mientras el poder se reserva el privilegio de la inocencia declarativa.
La corrupción -lo hemos aprendido dolorosamente- no proviene de los pobres ni de los migrantes ni de quienes carecen de influencia. Proviene, en Chile, de dos fuentes persistentes: empresas privadas que buscan capturar decisiones públicas, y funcionarios y autoridades políticas que trafican influencias, favores y recursos fiscales.
Los gobiernos de Bachelet, Piñera y Boric ya han mostrado cómo la corrupción erosiona el Estado de derecho destruye la confianza ciudadana y hace difícil la gobernanza.
El próximo gobierno -sea quien sea- nacerá con una prueba inmediata: ¿se atreverá a enfrentar la corrupción de verdad, venga de donde venga? No con comisiones, no con discursos, no con indignación performática. Con reformas, investigaciones, sanciones y una cultura que deje de usar a las mujeres como fusibles.
Chile no necesita más excusas hogareñas. Necesita responsabilidad pública. Y necesita, sobre todo, que ningún hombre poderoso vuelva a esconder sus decisiones detrás de la frase más vieja, cómoda y cobarde del repertorio patriarcal: “Lo organizó mi esposa”.