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Contra la tentación de desmontar el futuro: Kast y el riesgo de borrar la ciencia de la arquitectura del Estado
Foto: Agencia Uno

Contra la tentación de desmontar el futuro: Kast y el riesgo de borrar la ciencia de la arquitectura del Estado

Por: Carolina Gainza y Isaac Retamal | 12.12.2025
Debilitar o eliminar el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación no es “ahorrar”: es renunciar a la capacidad del país de contar con información relevante y actualizada para anticipar crisis, gobernar su tecnología y diseñar políticas públicas basadas en evidencia. Un Estado sin ciencias y humanidades es un Estado ciego, expuesto a los vientos caprichosos de la ideología.

El fin de semana pasado, un artículo del Diario Financiero dejó entrever una idea inquietante: en el comando de José Antonio Kast se evalúa reducir ministerios y devolver la ciencia al lugar secundario que ocupó durante décadas.

Bajo la retórica de la “eficiencia del Estado”, aparece algo más grave: la tentación de desmontar el futuro, como si un país pudiera renunciar a su capacidad de conocer sin renunciar también a su capacidad de ser.

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Chile creó el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación recién en 2018, cuando buena parte del mundo llevaba décadas construyendo economías y sociedades basadas en conocimiento. Antes de eso, la política científica sobrevivía confinada en el Ministerio de Educación, diluida en estructuras subalternas como CONICYT, sin fuerza política e institucional ni autonomía estratégica. Era un síntoma de algo más profundo: un país que quería modernizarse, pero que mantenía el conocimiento en un rincón, como quien guarda una lámpara apagada.

La creación del ministerio fue, por eso, un acto de madurez republicana. No porque resolviera todos los problemas -al contrario, abrió discusiones pendientes sobre financiamiento, brechas regionales y gobernanza- sino porque permitió asumir que la investigación junto con la innovación son fundamentales para avanzar en los desafíos contemporáneos en materia de desarrollo económico, tecnológico y social, en áreas como la inteligencia artificial, migraciones, seguridad, cohesión social, envejecimiento, cambio climático y transferencia tecnológica a la sociedad y la industria. La ciencia no es una línea presupuestaria: es la brújula.

Hoy, sin embargo, vuelve la pulsión de encoger. Y aunque se presente como una reorganización técnica -“adelgazar el Estado”, “evitar duplicidades”-, toda reducción ministerial es también una operación simbólica con efectos bien concretos.

En este caso, devastadores: devolver la ciencia al Ministerio de Educación es devolverla a la sombra, justamente cuando estamos viendo los efectos del negacionismo científico en otros países, como el sarampión respirándonos en la nuca. Despojar a la ciencia de su ministerio es debilitar el proyecto de país desarrollado al que aspiramos.

No es casual que este impulso de retroceder coincida con el auge de proyectos autoritarios que miran la ciencia con sospecha. En Estados Unidos, Donald Trump censuró evidencia climática y subordinó agencias científicas al dogma político.

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En Argentina, Javier Milei desmanteló la institucionalidad científica y dejó al CONICET en agonía. La ultraderecha entendió que el conocimiento científico y humanista es un poder amenazante para su proyecto: cuestiona, ilumina, desmonta ficciones y exige evidencia.

Por eso incomoda.

Por eso se quiere reducir.

Debilitar o eliminar el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación no es “ahorrar”: es renunciar a la capacidad del país de contar con información relevante y actualizada para anticipar crisis, gobernar su tecnología y diseñar políticas públicas basadas en evidencia. Un Estado sin ciencias y humanidades es un Estado ciego, expuesto a los vientos caprichosos de la ideología.

Lo que se discute no es un organigrama: es la arquitectura profunda del país. Sin una institucionalidad científica fuerte, Chile vuelve a depender del precio del cobre, del pensamiento generado en otros países, del humor del mercado o de la tecnología ajena.

Se transforma, en términos simples, en un país sin destino, que pierde su identidad. No permitamos que la falta de visión de algunos nuble el camino que hasta ahora hemos construido en ciencias, humanidades, innovación y tecnología, que nos han permitido contar con conocimientos propios y transformarlos en bienestar para todos y todas.  

Si retrocedemos ahora, lo haremos sabiendo exactamente lo que perdemos: autonomía, imaginación y soberanía. Y un país que renuncia a imaginar, renuncia también a su futuro.

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