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Hacia una pedagogía del cuidado: Aprender del coraje ambiental en América Latina
Foto: Agencia Uno

Hacia una pedagogía del cuidado: Aprender del coraje ambiental en América Latina

Por: Gonzalo Guerrero | 22.10.2025
Hoy, cuando los fuegos se multiplican, cuando los ríos se secan y los nombres desaparecen, recordar a Julia Chuñil es también recordar que no hay futuro posible sin justicia socioecológica. Que detrás de cada bosque en pie y de cada río que aún canta, hay una vida que se arriesgó por sostenerlos.

En América Latina, territorio de exuberancia y heridas, donde los ríos aún murmuran historias antiguas y las montañas guardan nombres invisibles, defender la tierra es una forma de amor y, a la vez, una sentencia. Quienes cuidan el agua, los bosques o los territorios indígenas caminan sobre una fina línea entre la esperanza y la amenaza. Protegen el futuro común, pero arriesgan su presente.

Las cifras no son solo números: son cuerpos, comunidades, ausencias. América Latina sigue siendo una de las regiones más peligrosas del planeta para el activismo ambiental, según organizaciones de investigación y denuncia como Global Witness. No se trata solo de asesinatos, sino también de un entramado de hostigamientos, ataques, juicios, difamaciones y silencios cómplices. En esta parte del mundo, defender la vida se puede pagar con la muerte.

El nombre de Julia Chuñil Catricura se suma ahora a esa historia.

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Presidenta de la Comunidad Indígena Putreguel, en Máfil, Región de Los Ríos, lideraba la defensa de un territorio mapuche frente a intereses forestales. Desde hacía meses recibía amenazas. El 8 de noviembre de 2024 salió a buscar animales extraviados y nunca regresó.

Por casi un año, su familia y su comunidad la buscaron entre bosques, arroyos y oficinas. Hasta que hace pocas semanas, resonó un eco brutal: la existencia de un audio filtrado, según las abogadas querellantes de la familia Chuñil, en el que el empresario forestal Juan Carlos Morstadt Anwandter, actualmente imputado por el caso,  habría dicho a su padre que “la quemaron”.

La Fiscalía investiga la filtración; la defensa del empresario niega que se trate de una confesión; el gobierno exige esclarecer los hechos. Pero el cuerpo de Julia no ha sido hallado. Lo que sí existe es una certeza que se extiende: la violencia contra quienes defienden la tierra no es un accidente, sino un síntoma.

Lo de Julia no es un caso aislado. Su nombre se entrelaza con los de Berta Cáceres en Honduras, Sister Dorothy Stang en Brasil, Macarena Valdés en Panguipulli y Alejandro Castro en Quintero, junto con decenas de defensoras y defensores anónimos a lo largo de Chile y América Latina. Cada historia traza la misma constelación de resistencia, de cuidar lo vivo frente a modelos que lo agotan. En ellas se repite una paradoja antigua,: quienes protegen la vida son perseguidos por hacerlo.

Ante este paisaje, la educación ambiental adquiere un sentido que va mucho más allá del reciclaje o los árboles escolares. Es, o debería ser, una educación para el cuidado, para proteger la vida y reconocer la interdependencia entre los cuerpos, las especies y los territorios. Educar en estos tiempos significa enseñar a mirar con otros ojos: los que ven las raíces y las memorias, los que se detienen ante el dolor del mundo y lo transforman en acción.

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La historia de Julia Chuñil debería contarse en las escuelas. No para alimentar el miedo, sino para cultivar la memoria. La memoria como semilla, como gesto de justicia. Porque educar también es recordar a quienes cuidaron la tierra y fueron silenciados por ello.

Ser ambientalista en América Latina es, hoy, una forma de coraje y de ternura política. Implica enfrentar poderes que priorizan el capital por sobre la vida y desafiar la lógica de neoliberalización de la naturaleza que separa a los humanos de manera asimétrica de su entorno. En esa lucha hay algo profundamente educativo: nos enseña que la pedagogía del cuidado no es un acto pasivo, sino una práctica de resistencia.

Quizás el desafío esté ahí: entender que la defensa ambiental no se juega solo en tribunales ni en calles, sino en los imaginarios. En las aulas, en las conversaciones cotidianas, en los modos en que enseñamos a habitar el planeta. Educar para el cuidado -como lo planteó Paulo Freire y como lo practican tantas comunidades indígenas- es enseñar a escuchar los murmullos de la tierra y los gritos que aún piden justicia.

Hoy, cuando los fuegos se multiplican, cuando los ríos se secan y los nombres desaparecen, recordar a Julia Chuñil es también recordar que no hay futuro posible sin justicia socioecológica. Que detrás de cada bosque en pie y de cada río que aún canta, hay una vida que se arriesgó por sostenerlos.

Ser ambientalista, en este continente herido y hermoso, sigue siendo una manera de decir que la vida importa. Y cuidarla, es una tarea colectiva que aún nos convoca.

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