
La rebelión del arte y la deshumanización de las masas: A los cien años de La deshumanización del arte de José Ortega y Gasset (III)
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A la filosofía es irrenunciable pensar el presente. Al menos así entendía Ortega el trabajo del filósofo: un ejercicio de claridad abriendo brecha en la opacidad fenoménica del mundo y de la vida. Frente al filósofo de biblioteca que sólo ejerce en cátedra, él quiso llevar la filosofía al bullicio de la calle y ser “filósofo de plazuela”.
Que sus libros hayan sido casi siempre, antes que libros, series de artículos de prensa, dice en efecto mucho de todo ello. Sobre todo de su implicación en su tiempo, de su pretensión de mejoramiento social desde el ejercicio implacable de una filosofía que miraba de frente al mundo y no se conformaba con disquisiciones teoréticas de alto vuelo sin contexto ni circunstancia. La misma elegancia de su escritura refleja bien esa forma de su compromiso.
Pensar el presente exige una mirada atenta a los detalles que ofrece como novedad el tiempo, acaso porque en ellos anidan desdibujados aún la fisonomía y el carácter de la época que poco a poco se abre paso. En los detalles de lo nuevo ve Ortega síntomas del tiempo que viene, anticipaciones de un porvenir que va llegando inexorable.
Y lo más nuevo de su tiempo, al menos del tiempo de su mayor brillo y reconocimiento nacionales e internacionales, que se corresponde con cierta elasticidad con la década de los años 20 del siglo pasado, eran los fenómenos de la emergencia de las masas y de las vanguardias artísticas. A ambos dedicará Ortega dos de sus libros más controvertidos y leídos, La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925) y La rebelión de las masas (1930).
Lo curioso del caso es que el primero se abre con la división que de hecho provocaba el arte de vanguardia en la sociedad de su tiempo, división radical y sin mediación posible entre quienes entendían el arte nuevo y quienes no, entre una aristocracia espiritual instruida y unas masas sin instrucción que al arte nuevo coceaban, dijo. En ambos fenómenos se fija aquel “espectador” de su tiempo que era Ortega, espectador que tiene que ser primero para poder ser después auténtico filósofo.
Pero sería un error leerlos sólo desde su carácter sintomatológico, como mero estudio de los fenómenos en cuestión, que es lo que a la postre más ha solido hacerse, dando lugar a recepciones problemáticas y a veces ambiguas. Porque lo cierto es que Ortega no escribe sendos estudios de manera aislada, como si cada uno valiera sólo para el caso en cuestión, uno para la teoría del arte y otro para la sociología y la filosofía política sino que, en propiedad, lo hace dentro de una no siempre bien lograda articulación de su propuesta filosófica de la “razón vital”.
Es ésta quien engloba y da sentido superior a la casuística de los nuevos fenómenos, sin duda, pero también son esos estudios concretos de los fenómenos nuevos los que apuntalan y aquilatan la propuesta de la razón vital como filosofía alternativa a la crisis de la modernidad.
Pero la suya es también época de crisis, no en vano después la hemos llamado de entreguerras, época incierta y hasta contradictoria porque en ella avanzan fenómenos que parecen no poder encajar fácilmente en equilibrio alguno. Época, pues, llamada a explotar, como enseguida se vio en esa sucesión de guerras que fueron la misma guerra, la civil española y la segunda mundial.
Y Ortega fue capaz de ver el mismo fondo que animaba a todo ello, ver tras mucho mirar, ver por debajo tras mirar la superficie, ver una unidad que estaba dando forma peligrosamente a la variedad fenoménica que recorría las calles e irrumpía en el campo social y artístico en un modo que no tenía parangón reciente.
Ambos libros responden a la exigencia orteguiana de pensar el presente, pero sería un error de lectura hacer de ellos una simple reflexión encerrada en campos disciplinares diversos. Son dos respuestas distintas a un mismo problema de fondo, dos modos de acercarse a él desde la mirada atenta de quien escruta los detalles que aparecen poco a poco y poco a poco van creciendo hasta constituir tendencias.
Tendencias del arte, tendencias de lo social, etc. Pero debe ser claro que Ortega los escribe para no quedarse en ellos, en el canto de lo que había entonces, triste o alegre que fuera, canto o llanto o descripción de aquel presente, sino que como filósofo busca a su través dar cuerpo a una filosofía nueva, a un pensar que fuera capaz de ir en ayuda del hombre contemporáneo aquejado por los problemas de su tiempo.
Eso y no otra cosa es la “razón vital”: una razón puesta de veras al servicio de la vida. De la Vida y no del Ser, pues nada distingue tanto como eso las filosofías de Heidegger y Ortega (cosa que acá se dice como denuncia de la lectura heideggeriana que ha prevalecido en Chile de Ortega, de la batalla que en ello perdió Jorge Millas contra Francisco Soler, o más bien de Soler contra Millas, pues si algo no fue nunca Ortega es un filósofo metafísico, lo que no quiere decir que su filosofía política, que es lo que siempre es en última instancia su filosofía, no tuviera preocupaciones metafísicas).
Pensar el arte nuevo y la irrupción de las masas para poder pensar adecuadamente su presente. Eso hace Ortega. El uno y la otra son síntomas de aquel tiempo, síntomas cuyo estudio emplaza a ir más allá, a superar la descripción y dar vida a un pensamiento nuevo. Eso busca Ortega. Por eso las lecturas que quedan atrapadas en lo circunstancial del arte nuevo no alcanzan a ver el horizonte más amplio que se despliega en estos libros.
Un horizonte no siempre claro, incluso a veces ambiguo, pues lo cierto es que se alza y da juego sobre todo en sus implícitos. ¿Para qué escribe Ortega sobre el “arte nuevo” de su tiempo? ¿Acaso quiere elaborar una teoría del arte o una sociología? Es claro que no, que lo que Ortega quiere es otra cosa, pero eso suele olvidarse hoy, igual que se olvidó antaño, entre sus muchas lecturas contemporáneas.
Ser es ser-en-relación, había dicho Ortega desde los tiempos de sus Meditaciones del Quijote: relación y no sustancia. Por eso llegará luego a decir aquello de que el hombre no tiene naturaleza sino historia. Los ensayos sobre el arte nuevo y sobre las masas están en ese camino, en uno de sus estadios intermedios. Pero no son meta ninguna ni buscan hacerse resultado, aunque a veces lo parezca e incluso Ortega quiera apostar también a ello. A veces hay que enseñar a Ortega a ser Ortega, a salir del personaje para aclarar el camino, pues a la postre no es suyo sino de cuantos en adelante habrían de pensar desde la claridad que ofrece el despliegue de la razón vital.
El hombre es devenir. Pero no devenir que se pierde, sino que se gana, que es preciso ganar río abajo o río arriba para poder llegar a ser de veras hombre (o mujer o lo que quiera decirse con la diferenciación propia del lenguaje inclusivo). El hombre es, pues, un proyecto, algo que no nos ha sido dado con el nacimiento, sino que hay que hacer en la vida y con la vida. Ese es el quehacer: la conquista de lo humano: conquista que consiste en un propio y radical hacerse (inventarse, construirse, etc.).
Deshumanizar, pues, como praxis artística y como realidad social, apuntalan en el discurso orteguiano el surgimiento de un hombre nuevo. No es, claro está, un llamamiento burdo a lo inhumano, ni tampoco, tirando del hilo hacia nosotros, una suerte de cumplimiento de eso que hoy llamamos transhumanismo. Nada que ver con ello, aunque no faltarán papers a la moda que lo digan, pero durarán poco, acaso menos que la misma moda. Tiene que ver, sí, y ello aunque no se diga, con un nuevo humanismo.
Que ni es ni puede ser más que exigencia que se coloca del otro lado de las utopías, pues nada irritaba más a Ortega que el carácter utópico de las ideologías y sus filosofías asociadas o de servicio. A Ortega no le gustaban ni el arte nuevo ni las masas, y la filosofía de la razón vital podía ser, proponerse u ofrecer, a partir de su estudio sintomático de aquellas novedades fenoménicas, una alternativa razonable a la deriva que había tomado el mundo en aquellos años de entreguerras en que la crisis de la modernidad se dejaba sentir con poderosa sensación de irresolución.
Lo nuevo de entonces ‒la tendencia a la deshumanización‒ acabaría pasando y de su ruido quedaría sólo un eco lejano. La deshumanización del arte tenía su envés en la deshumanización de las masas. Y ambas suponían formas distintas de rebelión: del arte y de las masas. La rebelión y la deshumanización aparecían claramente conectadas, y aunque en la superficie no se confundieran en lo profundo respondían a lo mismo.
Tal vez Ortega pensó que de las cenizas de la deshumanización había de surgir un mundo nuevo. O que podía surgir, incluso que debía hacerlo. Un mundo nuevo para un hombre nuevo, algo para lo que sin duda se necesitaba de un nuevo humanismo. Y fueron varios, recuérdense bien aquellos años 30 del siglo pasado. Pero en Ortega fue un implícito que acompañaba a su vario discurso sobre la deshumanización. Y era un quehacer, claro está.