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Integridad pública y nombramientos
Foto: Agencia Uno

Integridad pública y nombramientos

Por: Felipe Lizama Allende | 03.10.2025
La integridad pública no está dada únicamente por cumplir el mínimo que disponga la ley o la Constitución, o cumplir requisitos formales. Es una conducta permanente que supone de quienes gobiernan examinar mucho más que el mero acuerdo político, y de quienes quieran persistir en el poder estatal, atenerse a las consecuencias de una eventual exposición de conductas pasadas, pero no por eso, olvidadas, aunque no hayan tenido reproche penal alguno.

La opinión pública ha sabido de distintos abogados y/o jueces que han ocupado sus cargos para promover a otros en posiciones de análoga naturaleza, creando de facto una cultura de la cooptación, la que se suma las facultades de nombramiento individuales propias del régimen presidencial.

Así, hemos sabido de gestiones en favor de litigantes en tribunales, revisión de causas particulares, promoción de personas por afinidades políticas, entre otras conductas impactantes por realizarse sin sutilezas, a vista y paciencia de todos, las que deben ser sancionadas disciplinaria y penalmente si correspondiere.

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A lo anterior debe sumarse que algunas propuestas de nombramientos judiciales se han visto truncadas por conductas privadas, pero que inciden en una vida social acorde a la dignidad del cargo, que han demorado nombramientos importantes para el funcionamiento del Poder Judicial, y en última medida, del Estado de Derecho.

Si se añade a ello que en muchos organismos existen conflictos o denuncias de maltratos, hoy controlables por la Ley Karin, conductas misóginas, o que incluso se haya guardado silencio para mantener “el nombre” de las instituciones, sabiendo de éstas, se hace un flaco favor a la confianza ciudadana.

Por si fuera poco, hemos visto intento de muchas personas en persistir en cargos, sea de elección popular o de tribunales superiores, habiéndolos desempeñado con anterioridad, máxime aún si fueron actores de polémicas que merecen ser olvidadas por el escándalo y descrédito que permite minusvalorarlos moralmente.

Más grave aún, es que con ello se perjudicó a organismos cuyo origen no es la legitimidad democrática directa y que son parte de un esquema constitucional de frenos y contrapesos muy delicado, expuesto a críticas contingentes y partisanas.

Las circunstancias antes descritas deben forzar a las autoridades que detenten cargos públicos a ponderar todo el comportamiento global de las personas que se elijan para desempeñar funciones en los órganos constitucionales, a fin de precaver nombramientos que sean dejados sin efecto, renuncias intempestivas y juzgamientos colectivos fugaces que los deslegitiman antes de asumir.

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Para este fin, quienes postulen a cargos públicos no pueden olvidar sus conductas y desentenderse de ellas en razón del tiempo, porque el escrutinio de las sociedades abiertas es más largo e intenso de lo que uno puede creer.

Además de esa auto restricción, solamente esperable en personas con genuina convicción axiológica de servir a la República, las autoridades que eligen deben superar, de una buena vez, el común argumento que han planteado sus legistas que los incumbentes cumplen los requisitos que dispone la constitución y la ley, como que si ello habilitara per se para desempeñar cargos importantes para el Estado.

Esa idea academicista puede ser útil para examinar si hay vicios de nulidad en los aludidos nombramientos, pero es pueril para el estándar de integridad que deben someterse todos los titulares en el ejercicio de las funciones públicas.

La integridad pública no está dada únicamente por cumplir el mínimo que disponga la ley o la Constitución, o cumplir requisitos formales. Es una conducta permanente que supone de quienes gobiernan examinar mucho más que el mero acuerdo político, y de quienes quieran persistir en el poder estatal, atenerse a las consecuencias de una eventual exposición de conductas pasadas, pero no por eso, olvidadas, aunque no hayan tenido reproche penal alguno.

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