
Cuando fui judío
El 11 de septiembre de 1973 me encontraba en París, participando en un seminario acerca de la “Salud de los trabajadores en los países en desarrollo”, lo que me evitó las consecuencias del violento golpe de estado y la nefasta suerte de muchos de mis compañeros que tenían mis mismas posiciones políticas, de apoyo al Gobierno del Presidente Allende.
Allí me acogió un querido amigo francés y me ofreció su departamento en el viejo barrio de Le Marais, cercano a la plaza “du Temple”, zona de residencia tradicional de la comunidad judía. Con frecuencia me cruzaba con judíos ortodoxos de barbas y cabello sin recortar, que vestían largas chaquetas negras y siempre de sombrero. Fue fácil mimetizarme con el barrio, llevaba una tupida barba y además me cubría con un gorro para protegerme del frío otoñal que comenzaba y acentuaba una persitente sinusitis.
El departamento se encontraba en un viejo edificio del siglo 17. En la planta baja había una carnicería tradicional judía (kosher) en la cual tomé la costumbre de abastecerme, por lo menos un par de veces a la semana, comprándome un bistec, comida que estaba al alcance de mis habilidades culinarias y económicas. En las conversaciones con su dueño fuimos creando un conocimiento de nuestras biografías. Era un hombre de más de 50 años de origen marroquí, delgado, bajo, moreno, con una calvicie incipiente que cubría con una kipá.
Había llegado de 15 años y llevaba más de 40 años en Francia. Me preguntó qué hacía en allá y le hablé de la situación de mi país, que en aquel tiempo ocupaba los titulares de los periódicos y las imágenes de la televisión y no fue necesario más para que comprendiera mi permanencia en Francia. Frente a mi relato, su único comentario fue: “sólo Hitler hacía quemar libros” refiriéndose a la imagen, muchas veces repetida en la TV francesa, de soldados sonrientes, con los brazos llenos de libros, arrojándolos en una hoguera, en pleno centro de Santiago.
A medida que pasaban las semanas persistía mi sinusitis y empecé a usar un gorro forrado en piel y mi barba cada día más frondosa. No supe si fue mi aspecto o solamente un sentimiento solidario con el que está en situación precaria, pero el carnicero kosher comenzó a agrandar la porción de los bistec, sin aumentar su precio, además en algunas ocasiones le agregaba dos o tres de esas longanicillas de cordero, merguez, muy condimentadas, que judíos y musulmanes norafricanos comparten en su dieta, lo cual, a pesar de mis protestas, no me cobraba.
Así fue naciendo un cálido sentimiento solidario sin que nunca me preguntara sí yo era judío o si él lo suponía a partir de mi apariencia. Sin saberlo se había establecido una silenciosa complicidad del discriminado y perseguido, que para mi carnicero kosher, quien guardaba una tradición milenaria, era otra diáspora, otra discriminación que mitigar.
Fui, quizás, judío por un tiempo y recibí el cálido beneficio de una solidaridad que nace de un sentimiento humanitario profundo en la cultura judía. La solidaridad y la compasión son parte integral de la vida comunitaria entre los judíos y quizás fui miembro temporal de la comunidad.
Recuerdo imborrable de mi carnicero kosher y de su silenciosa empatía solidaria.
Rescato estos recuerdos para solidarizar con los miles de judíos que, dentro de Israel y en el resto del mundo, se oponen a la política racista, discriminatoria, genocida y criminal que lleva a cabo el gobierno de Netanyahu con los palestinos de Gaza y también los de los territorios ocupados que están siendo expulsados de sus tierras. Oposición que es omitida por los medios de difusión masiva que deliberadamente recogen la posición del gobierno de Netanyahu.
Tengo amigos y amigas judías, desde hace muchos años y por quienes guardo entrañable afecto sin que sus creencias y cultura haya sido óbice para una larga amistad. No soy, no he sido y no seré antisemita, puerta abierta para dar paso a cualquier otra discriminación, pero sí crítico y opositor al sionismo fundamentalista fanático que busca una “solución final” y recrear el gran Israel bíblico de hace de más de 2000 años, a expensas de la población árabe.
No hay otra solución que la creación de dos Estados y la paz inmediata y sin condiciones es el primer paso.
La comunidad internacional debe exigirlo y aislar al agresor sionista.