
La energía limpia es inevitable, a pesar de Trump
El Brexit, Donald Trump, el Covid‑19, la guerra de Rusia contra Ucrania, Trump 2.0: en los diez años transcurridos desde la firma del Acuerdo de París sobre el clima, los debates en torno al calentamiento global se han vuelto más acalorados y, muy a menudo, más deshonestos.
Fui testigo de ello como directora de Greenpeace International (cargo en el que trabajé con científicos ambientalistas y activistas por el clima en el terreno) y como secretaria de Estado de Alemania para la política climática y su enviada especial para la acción climática internacional.
Países gaspetroleros, estados insulares, las economías más ricas del mundo: todos negociaron y ratificaron el Acuerdo de París en tiempo récord. Combina mecanismos de medición y seguimiento eficaces con flexibilidad para que cada país determine y diseñe planes propios de respuesta al cambio climático. Pero cada cinco años, se pide a todos los gobiernos hacer más. Hasta ahora (y para sorpresa de muchos), la gran mayoría respondió a ese pedido en forma positiva.
Para apreciar la eficacia del Acuerdo de París, basta pensar que el 92,5% de la capacidad eléctrica nueva que se instaló en 2024 correspondió a energías renovables, o que el 75% de las nuevas instalaciones eólicas y fotovoltaicas ya genera energía más barata que las instalaciones de carbón, gas y petróleo previas. Todo eso era inimaginable en 2015.
Esta aceleración de la transición verde tiene lugar bajo una diversidad de sistemas políticos y modelos económicos, lo que demuestra que la energía limpia no es una cuestión ideológica. Los países adoptan las energías renovables porque funcionan: la energía limpia impulsa el crecimiento, aumenta la competitividad, reduce la volatilidad de precios de la energía y mejora la calidad de vida.
Es verdad que el mundo no va camino de cumplir los objetivos climáticos, y que los efectos devastadores del calentamiento global están apareciendo más rápido de lo que muchos imaginábamos. Pero el progreso innegable logrado desde 2015 permite albergar esperanzas de que los avances no se detengan.
Sin embargo, también es evidente que el Acuerdo de París hoy enfrenta sus retos más difíciles. Los gobiernos están en guardia frente a una diversidad de guerras y conflictos y a la estrechez de las finanzas públicas (que se debe en parte a los enormes costos de la pandemia), y el orden internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial se tambalea.
Esta semana el Acuerdo de París enfrenta una difícil prueba en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde todos los países deben presentar sus planes nacionales sobre el clima, un proceso que finalizará en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) que tendrá lugar a fines de este año en Belém (Brasil). A pesar del deprimente estado actual de los debates sobre el clima, soy optimista y creo que el espíritu colectivo que se forjó a lo largo del último decenio trabaja en forma silenciosa pero firme para consolidar y extender los logros alcanzados.
Los brasileños lo llaman mutirão, una palabra difícil de traducir. Yo la entiendo como el acto de «reunirse» para enfrentar un problema. Es lo que debemos hacer ahora que los incendios se multiplican, las sequías se intensifican y las inundaciones arrasan los hogares de muchas personas en todo el mundo.
Pero, como era de prever, los intereses fósiles (y la administración Trump) no quieren nada de esto. Son conscientes de la transformación de la economía mundial, y aunque parecen sorprendidos y preocupados de que esté yendo más rápido de lo que habían previsto, no están dispuestos a aceptar su inevitable declive sin presentar batalla. Después de todo, la administración Trump trabaja sin descanso por el regreso de los combustibles fósiles y la destrucción no sólo de la energía limpia en Estados Unidos, sino también de la competencia verde extranjera al carbón y al petróleo estadounidenses.
Por eso la COP30 es un momento clave, en el que los gobiernos deben confirmar, intensificar y acelerar sus compromisos conforme al Acuerdo de París. Esto implica reafirmar la promesa de cumplir los objetivos de la COP28 en lo referido a modernizar los sistemas energéticos, abandonar los combustibles fósiles y aumentar el uso de las energías renovables. Implica reducir la deforestación a cero en 2030. E implica alcanzar los objetivos de financiación climática acordados. Los inversores tienen que saber dónde poner sus apuestas.
Si la suma de los planes nacionales fuera insuficiente para mantener el calentamiento global por debajo del objetivo del Acuerdo de París de 1,5 °C (respecto de los niveles preindustriales), los gobiernos deben comprometerse a cubrir la diferencia apelando a una variedad de medios a su alcance. Pero el logro de una transición energética justa demanda diseñar un paquete de soluciones concretas en lo referido a redes, almacenamiento y sistemas locales de energías renovables, sin dejar de cuestionar a los productores y consumidores de combustibles fósiles sobre la necesidad de acelerar su abandono.
Es evidente que para esto será necesario un nuevo mecanismo de financiación que permita a los países invertir en conservación forestal. En esto, el instrumento Forest Forever propuesto por Brasil puede resultar fundamental. También será necesario que los países ricos se comprometan a duplicar (o triplicar) la financiación para medidas de adaptación. Y los bancos regionales y el Banco Mundial deben comprometerse a integrar medidas de resiliencia en todos los proyectos de infraestructura.
Brasil tiene ante sí una oportunidad enorme de consolidar su legado como adalid de las comunidades más vulnerables de todo el mundo. Su presidente Luiz Inácio Lula Da Silva puede conseguir que se lo recuerde no sólo por sacar a millones de personas de la pobreza en su país, sino por proteger a nuestros descendientes de la destrucción ecológica y económica.
Esta columna es parte del Project Syndicate, 2025 (Copyright).
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