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Crítica de cine| Me rompiste el corazón de Boris Quercia: Una tragedia de amor en clave popular

Crítica de cine| Me rompiste el corazón de Boris Quercia: Una tragedia de amor en clave popular

Por: Nicole Donoso | 17.09.2025
En esta crítica de cine, Pedro Celedón Bañados —Doctor en Historia del Arte— analiza "Me rompiste el corazón" de Boris Quercia como una obra que, desde la precariedad y el cruce de lenguajes artísticos, eleva a la Negra Ester y Roberto Parra al estatus de amantes trágicos de nuestra cultura mestiza. Una película que, más allá de su relato, aporta imágenes esenciales al imaginario visual chileno contemporáneo.

La última película escrita y dirigida por Boris Quercia es uno de esos proyectos que nacen maduros y vienen a aportar imágenes esenciales al dinámico puzle en que se refleja el espíritu de un pueblo.

Desde la historia del arte podemos leerla como una obra que completa la figura de esos amantes locales que nacieron en formato papel el año 1980, cuando Roberto Parra publicó Decimas de la Negra Ester, teniendo su relato poético/autobiográfico una circulación limitada dada las restricciones que vivíamos durante la dictadura.

Ocho años después estos amantes encontraron su tridimensionalidad en la obra La Negra Ester dirigida por Andrés Pérez Araya, produciéndose un encuentro multitudinario con el público de tal envergadura que se transformó en un clásico contemporáneo del teatro nacional.

Ahora gracias al cine, a Quercia, y a su equipo, podemos vislumbrar que la Negra Ester (Carmen Gloria Bresky) y el tío Roberto (Daniel Muñoz) viven en un más allá del universo narrado en las decimas y pertenecen a esa gran familia de amantes-trágicos que pueblan nuestro imaginario amerindio /occidental.

Allí podemos encontrar (entre otros) a los míticos Ollantay (general plebeyo) y Kusi Qoyllur (hija del Inca Pachacútec), quienes vivirán y morirán por un amor prohibido similar al de Tristán e Isolda en el mundo céltico.

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El de Copi (hijo de un líder mapuche) y Hues (hija de un cacique pehuenche), que serán asesinados por sus clanes, que en la época prehispánica eran tan enemigos como las familias Montesco y Capuleto en la Verona que inventó Shakespeare para la tragedia de Romeo y Julieta.

También están la Ñusta Huillac (hija del último gran sacerdote de Inti) y Vasco de Almeida (portugués perdido en tierras asignadas a españoles), dos amantes-tragicos que como Ester y Roberto tienen un origen histórico y una narrativa mito poético.

La Ñusta Huillac el año 1536 huirá con otros yanaconas que traía en su expedición a Chile Diego de Almagro, para liderar en Pica la primera resistencia amerindia de estas latitudes a las fuerzas de ocupación española, lo cual hizo con tanta fiereza que fue conocida como La Tirana del Tamarugal.

No obstante esta guerrillera se enamoró de uno de sus prisioneros, Vasco de Almeida, quien la convencerá de hacerse cristiana lo que les costará la vida a ambos. En 1540 el misionero Antonio Rendón encontró sus tumbas levantando allí una ermita a la Virgen del Carmen, llamada La Iglesia de la Tirana, en torno a la cual danzan cada año más de 6.500 promesantes seguidos por unos 200 mil devotos, en la Fiesta de la Tirana.

Me permito postular que la Negra Ester y Roberto Parra desde su condición de seres históricos, luego poéticos, luego teatrales, hacen a través del cine del siglo XXI su entrada a la historia del arte como dos amantes-trágicos de nuestra mestiza cultura local, después de ser derrotados por uno de los más fuertes adversus de la actualidad: la pobreza y la marginalidad que genera el capitalismo triunfante.

Su amor se inicia y termina en medio de una danza báquica al interior de la micro cultura prostibularia en lo más alto del puerto de San Antonio, en Sargento Aldea 196, donde solo llegaban los que tenían menos dinero.

Adentrándonos ahora en la película podemos señalar que su guion es complejo y que instala en forma caleidoscópicas una serie de articulaciones bastante sofisticadas.

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Durante dos horas seguimos sin tropiezos una narración que dialoga con otras experiencias de la historia del cine, a la vez que transita en forma no lineal entrelazando tiempos diferentes: el que se nos presenta como pre producción de la filmación; el que nos remite a escenas del pasado, sobre todo a la infancia de Roberto Parra. Y el más extenso en que se despliega la historia de un amor-trágico y que seguimos hasta un breve pero significativo tiempo final que nos permite una aproximación a la vida de Roberto posterior a la de su negra, escena que bien podemos leer como un merecido homenaje a Catalina Rojas (la Cata Roja), madre de sus dos hijas, cantora popular y folclorista que acompañó a Roberto Parra desde la década del 80 incluso cantando en las calles, y hoy conserva su legado.

El viaje lo hacemos los espectadores en forma armónica gracias a la calidad de las actuaciones de todo el elenco, y al hecho de que cada vez que la narración cambia de tiempo y espacio esta posee un “relato visual” distinguible, haciendo uso de: nítidos movimientos de cámara; construcción de planos, encuadres y fueras de cuadro; categorías visuales extraídas con diferentes lentes de registro que aportan con sus texturas; el trabajo detallado de iluminación y temperatura de los colores que dialogan con la banda sonora.

La primera “unidad visual” se presenta en la secuencia inicial que alude a fragmentos de la pre producción en un código próximo al documental de una obra en proceso. Allí encontramos en lenguaje brechtiano a miembros reales del equipo, al actor y folclorista Daniel Muñoz recibiendo material para armar a su personaje (Roberto Parra), destacándose el momento en que se le entregan registros sonoros que hizo Álvaro Henríquez en su trabajo con el tío Parra (en la vida real).

Otra “unidad visual” surge cuando la narrativa aborda viajes en tren de Roberto Parra en un código que remite al cine mudo con perfume chaplinesco. Estos se hermanan con instantes en que nos muestran su pobre y extensa familia, utilizando recursos de ese teatro de espacios vacíos que nos señaló Peter Brook y que en la película juga además con el fuera de cuadro, generando momentos que tensan los límites de la ficción, del cine y del teatro, al estilo de lo que se puede ver en Dlogville (2003) dirigida por el maestro Lars von Trier.

Sabemos por el equipo creativo que estas soluciones fueron incorporadas a la filmación por escasez de presupuesto para solucionar, por ejemplo, los citados viajes en tren o la generación de sets para las habitaciones de la familia Parra en Chillán, pero lo destacable es que la necesidad que los llevó incluso a construir cámaras artesanales, aportó a la obra enriqueciendo su lenguaje visual y alejándola de la muchas veces monótona pulcritud del cine comercial.

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El hilo central de la película nos sumerge en la narrativa de la historia de un cantautor y poeta errante con la generosa mujer que literalmente lo flecha (arma del mítico Cupido), teniendo como escenarios algo del puerto de San Antonio, algo de su playa, mucho del prostíbulo y de la habitación de la Negra Ester.

Esta tercera “unidad visual” remite en forma sutil a las películas del oeste. Es posible sentir en sus múltiples escenas los códigos de la soledad, de la entrega total al presente, del sino fatal que acompaña las aventuras de sus protagonistas.

Esta atmosfera está presente desde la entrada casual del cantautor al salón del burdel en el que se encontrará con su destino, no de vengador o justiciero como suele suceder en los westerns, sino de amante-trágico cuyo clímax se produce en la escena en que Ester y Roberto derrotados por su vida báquica, prostibularia y pobre, sacrifican su amor en un ritual consensuado, dialogando y bebiendo en una mesa solitaria (altar) del mismo salón, expresando un dolor tan absoluto que hace eco en sublimes canciones al amor-trágico de Jacques Brel, como Orly (1977).

Las imágenes de esta “unidad visual” dan cuenta de un trabajo de luz y color complejo que se irradia desde un rojo intenso y aterciopelado que logra en la atmosfera del escenario del salón su máxima expresión.

Utilizan al mismo tiempo en interior y exterior tomas con gran control de la profundidad de campo, proyectando esa sensación de horizontalidad que irradian los westerns.

El epicentro de la historia colectiva como en muchas películas del oeste es un salón que tiene zona de baile, de estar, y un escenario que en este caso es la plataforma perfecta para que el tío Parra con sus compinches desplieguen la cueca chora (brava o chilenera) que acompaña las escenas dejando establecidas las raíces de lo que será luego el jazz guachaca, ambas sonoridades cultivadas e impulsadas por Roberto Parra, lo que se acoge de manera destacada con el aporte de Daniel Muñoz como cantor y el de Álvaro Henríquez como compositor.

Como cuarta “unida visual” están los raccontos que narran recuerdos de la infancia de Roberto Parra, de su primer amor, de su historia familiar, de su inserción en el arte popular, de su trabajo infantil, y con ellos sin patetismos se desliza el dolor de las condiciones de vida de los niños del Chile de los años 40 al 60, cuando la extrema pobreza implicaba alta mortalidad, abandono masivo, desescolarización y una desnutrición que algunos estudios sitúan alrededor del 60%, todos flagelos que como país no debiéramos pasar tan rápido al olvido.

Para entrelazar estos recuerdos en la narrativa global las imágenes se nos ofrecen en una fotografía en blanco y negro saturado, lo cual trae a la memoria los registros fotográficos que en 1957 Sergio Larraín realizó al borde del río Mapocho, en donde se calcula que vivían hasta 650 niños.

Al final de la película no queda duda de que la pobreza es la adversidad responsable de la transformación del Amor en tragedia en la historia de Roberto y Ester. Lamentablemente tampoco queda duda de que su precariedad, desigualdad y marginalidad continúa campeando en nuestras latitudes, en nuestro país, en nuestro medio de intelectuales y artistas.

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