
Aunque pasen los años, nadie ni nada está olvidado
En 2023 publiqué un libro que denominé “50 años del golpe de Estado en Chile, testimonios”. Allí reuní las voces de quienes vivieron en carne propia aquel 11 de septiembre de 1973 y los años que siguieron. Entre esos relatos también compartí mi propia infancia y adolescencia, marcadas por la oscuridad de la dictadura.
Porque muchos la padecimos, crecimos con miedo y aprendimos demasiado pronto lo que significaba tener un genocida en el poder: la pobreza, el hambre, la represión, pero también una miseria más profunda, la de ver cómo se destruía la dignidad de un país.
El régimen de Pinochet convirtió al Estado en un aparato funcional al horror: la detención y desaparición de miles de compatriotas solo por pensar distinto; mujeres embarazadas secuestradas, obligadas a parir para luego asesinar a sus madres y entregar a sus hijos en adopciones clandestinas. El autoritarismo de esa tiranía será recordado como una de las etapas más siniestras de nuestra historia contemporánea.
No fue un fenómeno aislado. Chile se transformó en epicentro de la Operación Cóndor, coordinada entre dictaduras del Cono Sur para exterminar opositores en cualquier parte del continente. Se institucionalizó el terrorismo de Estado. Y en el centro de todo, Pinochet: un hombre que no solo derramó sangre, sino que se enriqueció desvergonzadamente, acumulando fortunas secretas en el extranjero mientras sus defensores lo aplaudían como supuesto salvador.
Lo más indignante es que todavía hoy, más de cinco décadas después, sectores de la derecha -liderados por figuras como José Antonio Kast o Evelyn Matthei- se permiten llamar “gesta heroica” al golpe de Estado. Con ello no solo justifican la barbarie: también desprecian a los muertos y se burlan de los desaparecidos.
Hay quienes incluso celebran cada 11 de septiembre como si se tratara de una fiesta, levantando copas para agradecer al “general” por haber librado al país del “cáncer marxista”. Ese relato, que trivializa la dictadura y ofende la memoria de las víctimas, sigue siendo un cáncer real para nuestra democracia.
En mi libro señalé con claridad algo que no podemos olvidar: el golpe no se entiende sin Estados Unidos. La CIA, bajo la dirección de Henry Kissinger, fue parte activa en la conspiración. Allende incomodaba al imperio: era demasiado revolucionario para permitir que Chile fuera laboratorio de las políticas neoliberales que luego se expandirían por toda la región.
No bastaba con derrocarlo; había que arrasar con la sociedad, domesticarla con miedo, imponer un modelo cultural y económico. Por eso manipularon incluso los símbolos patrios, como aquella moneda de diez pesos que mostraba a una mujer alada rompiendo cadenas, símbolo perverso de una “liberación” que en realidad fue el inicio de una larga esclavitud social.
El golpe acabó con todo lo que daba vida a una sociedad democrática: educación, salud, cultura, participación ciudadana. Se destruyó la posibilidad de pensar libremente y se instaló un país al servicio del mercado. Y todavía hoy cargamos con ese legado.
Han pasado 52 años y seguimos buscando a los detenidos desaparecidos. Seguimos exigiendo justicia. Seguimos denunciando el negacionismo de quienes relativizan lo ocurrido como si se tratara de “errores” o “excesos”. La memoria -lo sé después de escribir ese libro y escuchar tantos testimonios-, no es un lujo ni un ejercicio académico: es un acto de resistencia.
Aunque pasen los años, nadie ni nada está olvidado. Esa frase no es consigna vacía, es un compromiso con los que ya no están y con las generaciones que vienen. Recordar es mantener viva la verdad frente a quienes quieren imponer el olvido. Recordar es decir con fuerza, una y otra vez, que el terrorismo de Estado fue real, que Pinochet fue un dictador y un ladrón, y que Chile no puede permitirse nunca más repetir esa historia.
La memoria, entonces, no es nostalgia: es futuro. Solo enfrentando con crudeza lo que ocurrió podremos decir, con toda la voz que tengamos, nunca más.