
La peligrosa geopolítica interna de Estados Unidos
La lucha más encarnizada en la política estadounidense actual no es entre dos candidatos presidenciales. Está ocurriendo entre estados, que controlan los mapas electorales que determinan quién se sienta en el Congreso. Aunque republicanos y demócratas recurren a campañas de redistribución de distritos en lugar de a ejércitos, su conflicto se entiende mejor a través de la lente de la geopolítica. Al fin y al cabo, no luchan por ideas o políticas concretas, sino por territorio.
La manipulación de los distritos electorales se ha convertido en la herramienta decisiva en esta lucha, ya que permite a las autoridades estatales crear mapas que neutralizan a los votantes de la oposición. Al agrupar a estos votantes en unos pocos distritos para que la mayoría de los distritos vayan a parar a su partido, o al dispersarlos por muchos distritos para que no puedan imponerse en ningún sitio, los partidos pueden traducir la cartografía en control. Se sigue votando, pero el resultado está predeterminado.
Texas ofrece el ejemplo más claro. Los republicanos acaban de aprobar un mapa del Congreso diseñado para proporcionarles hasta cinco escaños más en la Cámara de Representantes. Cuando los legisladores demócratas huyeron del estado para impedir el quórum, el gobernador de Texas, Greg Abbott, amenazó con enviar tropas para traerlos de vuelta.
California -un estado mayoritariamente demócrata- respondió del mismo modo. El gobernador Gavin Newsom quiere anular la comisión independiente de redistribución de distritos de su estado para garantizar una ventaja demócrata, con el argumento de que, si Texas inclinó el campo de batalla, California no debe quedarse de brazos cruzados.
¿Adónde nos llevará todo esto? Las encuestas muestran que la mayoría de los estadounidenses consideran que este trazado de mapas partidistas es una amenaza para la democracia. La comisión de redistribución de distritos de California es constitucionalmente independiente. Al imitar a Texas, está demostrando lo fácil que es que los imperativos partidistas se impongan a las salvaguardas democráticas.
Los analistas más influyentes describen cada vez más este enfrentamiento como una especie de “guerra”. El hecho de que otros estados consideren llevar a cabo sus propios esfuerzos de redistribución de distritos a mediados de la década, y de que figuras importantes como el expresidente Barack Obama respalden la medida de California como una contraestrategia responsable, hace que lo que está en juego escale rápidamente.
Aunque sin duda habrá impugnaciones legales a los nuevos mapas, la Corte Suprema ya dictaminó, en 2019, que la manipulación de los distritos electorales es una “cuestión política” que está fuera del alcance de los tribunales federales. Con esa decisión, desapareció la última salvaguarda nacional.
Cada estado es libre de redibujar su mapa sin control, y los resultados no son sutiles. En 2024, un análisis del Centro Brennan para la Justicia mostró que los mapas actuales ya inclinan la balanza en unos 16 escaños parlamentarios a favor de los republicanos, lo suficiente como para decidir el control de la Cámara de Representantes.
Por supuesto, la manipulación de los distritos electorales no es la única distorsión de la democracia estadounidense. El Senado, el Colegio Electoral, la financiación de las campañas y la parcialidad de los medios de comunicación también distorsionan la representación. Pero ninguna herramienta inclina tan directamente el campo de juego como el mapa electoral partidista.
Por eso es mejor entender la cuestión desde la perspectiva de la geopolítica. Las fronteras deciden quién controla el territorio, y el control del territorio confiere poder. La redistribución de distritos no solo consiste en defender el territorio ya conquistado. También tiene que ver con expandirse, ampliar las fronteras para absorber aliados y aislar a los oponentes de los corredores estratégicos (donde, de otro modo, los votos podrían fluir juntos). Una vez trazados, estos distritos se defienden como fronteras, y las concesiones se consideran derrotas estratégicas.
El economista y teórico de juegos Thomas Schelling, ganador del Premio Nobel, advirtió que este tipo de escalada de disputas no termina en victoria, sino en inestabilidad. Una vez que una de las partes redibuja sus líneas del frente, la otra debe responder. Ninguna de las dos puede retirarse sin arriesgarse a una derrota a largo plazo. Lo que empieza como un acto legítimo de defensa se convierte en una espiral de expansión y contraexpansión permanente -una carrera armamentística política.
¿Por qué funciona tan bien esta táctica y por qué es tan peligrosa? La respuesta está en las poderosas identidades políticas que cultivan estados como Texas, California y Nueva York. Llamarse tejano, neoyorquino o californiano es pertenecer a una comunidad política con un fuerte sentido del “nosotros”. La manipulación de los distritos electorales explota esa identidad, convirtiendo la solidaridad en victorias garantizadas que parecen naturales, aunque ahonden las divisiones al interior de la república.
Cuando los representantes eligen a sus votantes mediante la redistribución de distritos, la competencia se evapora. Los mapas de distritos electorales manipulados convierten las ventajas temporales en fronteras permanentes. En términos geopolíticos, se vuelven enclaves partidistas fortificados y corredores estratégicos diseñados para asegurar el dominio en lugar de invitar a la competencia democrática.
Es cierto que hasta los estados pequeños tienen maneras de resistir a los imperios. Pueden formar alianzas, aprovechar los cambios en el terreno o luchar de formas poco convencionales. Asimismo, los cambios demográficos, las movilizaciones populares, las coaliciones entre partidos y los recursos judiciales pueden socavar incluso los enclaves más fortificados. Sin embargo, si bien estas opciones demuestran que los marginados no están totalmente indefensos, no proporcionan victorias duraderas.
Otros países muestran lo corrosiva que puede ser la espiral una vez que empieza. En Polonia, el partido Ley y Justicia (PiS) cambió las reglas electorales después de 2015 para inclinar el sistema a su favor, profundizando la polarización. Hungría ofrece un giro cautelar. Cuando el partido Fidesz del primer ministro Viktor Orbán rediseñó los distritos en 2011, los cambios le dieron una ventaja a corto plazo, pero más tarde crearon distorsiones que se convirtieron en desventajas.
Ganar por demasiado margen en algunas zonas significaba desperdiciar votos en otras. Los manipuladores de los distritos pueden garantizar ciertas victorias hoy, pero con el tiempo, los mapas sesgados pueden crear vulnerabilidades imprevistas. Cuando los mapas dictan los resultados, las elecciones corren el riesgo de convertirse en rituales vacíos. Las verdaderas batallas se trasladan a las primarias de los partidos, donde los candidatos se dirigen a los votantes más comprometidos.
Los extremistas prosperan, los moderados desaparecen, la polarización se acentúa y las comunidades minoritarias son las que pagan el precio más alto. Concentradas en unos pocos distritos o dispersas en muchos, se ven privadas de una representación efectiva. Con menos recursos para largas batallas legales, son blanco fácil para los responsables de trazar los mapas.
El verdadero peligro no es que dejen de celebrarse las elecciones, sino que dejen de tener importancia. Un partido puede perder el voto popular en todo el estado, pero seguir controlando la mayoría de los escaños. La representación ya no refleja la voluntad del electorado. El resultado es un gobierno elegido no por el pueblo, sino por quienes estaban en el poder cuando cambiaron los mapas. La amenaza más grave para Estados Unidos no es un rival externo, sino el colapso desde adentro: una implosión geopolítica interna.