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Fascismo y extrema derecha: Viejas sombras en democracias fatigadas
Foto: Lukas Solis / Agencia Uno

Fascismo y extrema derecha: Viejas sombras en democracias fatigadas

Por: Fernando Vergara Henríquez | 14.10.2025
La historia enseña que el fascismo prospera cuando la sociedad baja la guardia. Hoy, más que nunca, defender la ética, la dignidad y la libertad no es un ejercicio retórico: es una tarea urgente. La democracia no se sostiene sola; necesita ciudadanos vigilantes, instituciones firmes y una ética pública que no se negocie. Porque cuando la ética se convierte en debilidad, la humanidad entera se vuelve vulnerable.

Hay algo inquietante en el fascismo: su capacidad para presentarse como fuerza regeneradora mientras desmantela los cimientos éticos de la convivencia humana. No se trata solo de un régimen autoritario del pasado, sino de una lógica que persiste, muta y reaparece en discursos que hoy vuelven a ganar terreno por su seductora, pero vacía promesa.

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El fascismo se sostiene sobre una inversión peligrosa: sustituye el universalismo por un individualismo radical, el objetivismo por un relativismo utilitario y la verdad por su instrumentalización. No reconoce límites éticos propios; los considera una debilidad. Por eso, el diálogo democrático, la pluralidad y la deliberación son, para esta ideología, obstáculos que deben ser eliminados.

En su núcleo, el fascismo legitima la imposición del poder en nombre de un colectivo orgánico -la raza, la nación, el Partido-, incluso si ello conduce a la barbarie. Sus fronteras éticas no provienen de su doctrina, sino de algo externo: la ética universal de los derechos humanos, la resistencia política y los marcos jurídicos internacionales. Sin estos contrapesos, el fascismo avanza peligrosamente.

Lo más grave es que esta lógica no quedó sepultada en los años treinta. Hoy, la extrema derecha contemporánea comparte con el fascismo histórico rasgos inquietantes: ultranacionalismo excluyente, retórica autoritaria, discursos de confrontación y la explotación del malestar social. Aunque sus métodos son distintos -prefieren las urnas y las redes sociales antes que la violencia organizada-, el objetivo último es similar: erosionar la democracia desde dentro.

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El debate es urgente históricamente y necesario humanamente: ¿estamos ante una mutación del fascismo o frente a un fenómeno nuevo que exige categorías propias? ¿Disponemos de las categorías teóricas suficientes para comprender este fenómeno? Sea cual sea la respuesta, hay algo claro: la normalización de discursos excluyentes, el debilitamiento de normas democráticas y la manipulación informativa son señales de alarma que no podemos ignorar.

El fascismo, ayer y hoy, comparte una convicción peligrosa: que la ética es una debilidad. Y cuando la ética se convierte en un obstáculo, la dignidad, la igualdad y la libertad dejan de ser derechos para convertirse en privilegios frágiles. Esa es la verdadera amenaza.

La historia enseña que el fascismo prospera cuando la sociedad baja la guardia. Hoy, más que nunca, defender la ética, la dignidad y la libertad no es un ejercicio retórico: es una tarea urgente. La democracia no se sostiene sola; necesita ciudadanos vigilantes, instituciones firmes y una ética pública que no se negocie. Porque cuando la ética se convierte en debilidad, la humanidad entera se vuelve vulnerable.

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