
Los asuntos humanos en juego: Apostando la atención y el futuro
Como académico universitario, he visto crecer un hábito inquietante: cada vez más estudiantes –incluso en clases– juegan en sitios de apuestas online. La escena se repite en colegios, sobre todo entre hombres jóvenes.
La accesibilidad y la publicidad explican parte del fenómeno: canales chilenos de YouTube que van de las entrevistas a comediantes al análisis político lucen el auspicio de empresas como Coolbet, Jugabet, Tonybet o Betano. Las camisetas de equipos, los influencers, los banners en redes sociales y los anuncios en transmisiones deportivas terminan por normalizar la práctica.
El pasado 4 de agosto, la Comisión de Hacienda del Senado aprobó el proyecto de ley para regular estas plataformas, incluyendo protocolos de identificación biométrica para evitar que infantes y adolescentes puedan jugar. Ahora será votado en la Cámara. Pero la pregunta es si basta con legislar: esto parece tener una raigambre cultural más profunda. Y quien quiera apostar, puede hacerlo antes que hierva la tetera.
En sociología, decimos que los fenómenos son contingentes: siempre podrían ser de otra manera. Apostar es una forma de asignarle valor a las posibilidades, atrapando al apostador en lo que podría ser. Puede hacerlo con estrategia, siguiendo patrones y tendencias, o de manera impulsiva, movido por la adrenalina del momento. Fiódor Dostoievski lo retrata en El Jugador:
“… me sentí poseído de terror, helado de frío, sacudido por un temblor de brazos y piernas. Presentí con espanto y comprendí al momento lo que para mí significaría perder ahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta”.
Hoy el escenario es distinto al del tradicional apostador del hipódromo o jugador de casino, con sus propias adicciones y problemas, pero que debía desplazarse, interactuar con otros y adaptarse a horarios y eventos concretos para jugar.
La apuesta digital es inmediata, mediada por plataformas digitales y disponible 24/7. A veces se realiza en soledad, pero también con otros: grupos de amigos que comparten pronósticos, compañeros de curso que se comparan resultados o foros online donde se comenta en tiempo real.
Y el abanico de posibilidades se ha ampliado: deportes, ganadores de concursos televisivos, eventos meteorológicos, resultados de elecciones e, incluso, el destino de políticos (como las apuestas en curso sobre si Matthei se baja o no). Las barreras físicas, temporales y de nicho que antes limitaban la compulsión han desaparecido.
En este nuevo escenario el negocio no se limita a captar apuestas, compite en la economía de la atención. Cada notificación, bono o “premio gratis” para quienes entren a la plataforma es un anzuelo para retener la mirada y el tiempo del jugador, y prolongar su permanencia en el ecosistema digital de la casa de apuestas.
Las plataformas funcionan como una pulpería de juegos. Ofrecen monedas virtuales y pequeñas recompensas para enganchar a nuevos incautos, que terminan por invertir no solo dinero, sino horas y días que podrían haberse destinado a otros vínculos y proyectos. Esto es especialmente preocupante para personas en etapas tempranas de su formación.
Aquí emerge una pregunta más amplia: ¿qué tipo de humanos se configuran en esta relación casi ininterrumpida con plataformas que modelan sus rutinas, emociones y expectativas? Estas tecnologías que median y actúan junto a nosotros no son simples herramientas, se convierten en compañeros permanentes de interacción, que moldean comportamientos y valores tanto como los amigos, la familia o la escuela.
¿Qué significa que miles de jóvenes crezcan en este entorno? ¿Qué valores, relaciones y expectativas se están normalizando? ¿Es una droga que luego puede derivar en nuevas cepas de “cripto-boys” y especuladores de bolsa?
Regular es necesario, pero si no estudiamos y debatimos la cultura que sostiene esta adicción –la idea de que la vida es una competencia permanente en la que todo vale si ganas–, el problema seguirá mutando.