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Xenofobia, jaurias y cacerías
Foto: Radio Universidad de Chile

Xenofobia, jaurias y cacerías

Por: Adolfo Estrella | 22.07.2025
En el presente, las sociedades continúan repitiendo tragedias. Siguen sin reconocer el peligro, siguen sin aprender de la historia y siguen sin escuchar a testigos valientes como Francesca Albanese y otros muchos, anónimos, cercanos o lejanos al suceso de la agresión, que saben que un comportamiento ético básico que nos redime como especie es ponernos siempre del lado del más débil.

El asesinato de la ciudadana venezolana Yaidy Garnica Carvajalino, hace unas semanas en Santiago de Chile, y las recientes agresiones xenófobas en Torre Pacheco, España, contra la población de origen marroquí, representan dos ejemplos actuales, entre muchos otros, de una violencia xenófoba creciente que muestra comportamientos de jauría.

El homicidio en Chile se produjo luego de que los agresores profirieran insultos xenófobos, y uno de ellos regresara con una escopeta para disparar frente a las hijas de la víctima. El estímulo para la agresión fue la música con un volumen “demasiado alto” en casa de la agredida.

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En el segundo caso, grupos de ultraderecha, actuando como hordas incontroladas, provenientes en su mayoría de fuera del municipio, convocaron a través de internet lo que denominaron una “cacería” contra inmigrantes e hijos de inmigrantes, después de la agresión a un vecino mayor.

Las investigaciones posteriores han mostrado que los agresores no vivían en la localidad. Un hecho delictivo particular, a través del clásico y básico recurso de la generalización, fue convertido en un asunto identitario, interpretándolo como “ellos contra nosotros”.

Ambos eventos expresan conductas de odio motivadas por la xenofobia (rechazo, miedo, hostilidad hacia las personas extranjeras o hacia lo que se percibe como extranjero), pero también por la aporofobia (rechazo, aversión o desprecio hacia las personas pobres o en situación de exclusión social), que se alimentan de narrativas que deshumanizan a determinadas poblaciones y las vinculan falsamente con la delincuencia.

Hechos de terror similares se extienden por todo el mundo y están precedidos, avalados y estimulados por años de discursos de odio por parte de partidos políticos de extrema derecha, principalmente, aunque no exclusivamente.

Los estudios históricos muestran que estos comportamientos de jauría primero nacen como acciones grupales “espontáneas”, estimuladas por algún evento previo, real o inventado, pero que siempre magnifican, reducen a la oposición ellos/nosotros y así justifican el ataque. Poco a poco se van llenando de razones espurias que refuerzan aún más su comportamiento. Desde arriba, grupos y líderes generan ideología y argumentos que aportan una capa de racionalidad a la irracionalidad de la horda.

Carl Amery, hace algunos años, en su libro Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, señalaba que ese campo de exterminio, como epítome de la barbarie nazi, no fue solo un acontecimiento pasado, sino que llega hasta hoy porque existen las condiciones para que se repita. Nuevamente estamos ante fracasos civilizatorios, esta vez televisados y digitalizados.

El fascismo y sus sucedáneos edulcorados, viejos y nuevos, más o menos democráticos, más o menos dictatoriales, tienen en común, entre otras crueldades, la agresión grupal a individuos y minorías. El matonismo cobarde es uno de sus signos distintivos. Actúan como manadas hostiles frente a enemigos imaginarios que se encuentran en una posición de debilidad. Vulneran a los vulnerables. Atacan como jaurías hambrientas a aquellos que han definido como enemigos de una identidad: la propia, verdadera y superior.

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Los fascismos no inventaron estos comportamientos de horda, por supuesto. Razzias, pogromos y otras formas de “ataque violento y masivo, usualmente espontáneo o premeditado, dirigido contra un grupo particular, generalmente étnico o religioso, acompañado de asesinatos, saqueos y destrucción de propiedades como casas, tiendas y lugares de culto”, como dice el diccionario, han existido siempre. La barbarie permanente ha acompañado a la especie humana, pero esa pulsión de odio, primaria y animalesca, la han sabido estimular y canalizar los fascismos de ayer y de hoy.

Estos hechos evocan oscuros momentos de la historia en que la intolerancia se institucionalizó y se tradujo en terror sistemático. Tanto el asesinato en Chile como las agresiones en España remiten a un modelo clásico que incluye a los escuadrones fascistas italianos y a las SA nazis en Europa, antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Estos grupos actuaban de manera organizada para infundir terror mediante la violencia y la deshumanización de los “otros”: principalmente gitanos, judíos, socialistas, comunistas, liberales, anarquistas y otras minorías étnicas y religiosas.

Pero todo fenómeno de agresión, toda escena de crueldad, necesita de un tercer actor entre el victimario y la víctima: ya sea el cómplice, el testigo pasivo o el testigo activo y valiente. El primero participa de la escena y/o la avala, y/o la estimula, y/o la justifica. El segundo, mira hacia otro lado, puede justificar o “entender” las razones del agresor, aunque discrepa de los métodos (“no es la forma”) y calla. El tercero cuestiona profundamente los argumentos del agresor, se solidariza, defiende al agredido y denuncia.

En el presente, las sociedades continúan repitiendo tragedias. Siguen sin reconocer el peligro, siguen sin aprender de la historia y siguen sin escuchar a testigos valientes como Francesca Albanese y otros muchos, anónimos, cercanos o lejanos al suceso de la agresión, que saben que un comportamiento ético básico que nos redime como especie es ponernos siempre del lado del más débil. Saben que defender al agredido es una manera de resistir frente al mal.

Saben que el silencio individual y el estructural conduce a la normalización de la crueldad y a la impunidad del agresor, y que todo esto lleva, tarde o temprano, a la masacre e incluso al genocidio. Saben que la intolerancia democrática exige no dialogar jamás con los agresores ni con quienes les entregan sustentos ideológicos, políticos y económicos. Saben que la tolerancia del testigo pasivo frente al intolerante permite que este se sienta legitimado y continúe con sus cacerías de cuerpos y mentes, con palos, machetes o motosierras.

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