
El algoritmo sí vota: ¿Qué ciudadanía incubamos cuando el miedo a hablar se vuelve la norma?
Antes de tener derecho a voto, las adolescencias en Chile ya están aprendiendo a ser ciudadanas/os. Pero no lo hacen en escuelas cívicas ni en debates escolares: lo hacen en redes sociales. Y lo que están aprendiendo ahí no es a participar, sino a callar.
No por apatía. No por desinterés. Callan porque lo han entendido rápido: el juicio de los pares duele más que el de los adultos, y equivocarse en redes sociales se paga caro. En lugar de ensayar ideas, están ensayando estrategias de silencio. Y lo que debería ser una etapa naturalmente abierta a la exploración política se está convirtiendo, cada vez más, en un laboratorio de autocensura.
Muchas y muchos adolescentes comprenden, aunque no lo digan así, que la opinión pública ya no se forma: se ejecuta. Se publica. Se defiende. Y, sobre todo, se penaliza. Hoy, opinar en redes es exponerse. Lo que antes era un error de crecimiento, hoy es una captura de pantalla. Y el algoritmo no perdona: premia lo viral, castiga lo ambiguo, excluye lo diferente.
Este no es un fenómeno espontáneo. Es parte del diseño. Las redes sociales no fueron creadas para la deliberación, ni para la expresión libre, ni para el pluralismo. Fueron diseñadas para capturar y monetizar nuestra atención. Mientras más tiempo permanezcas ahí, mejor. Y lo que más retiene no es la argumentación ni la duda, sino la certeza emocional, el conflicto amplificado, la simplificación brutal.
¿Y qué pasa cuando una generación entera aprende a construir su identidad política en ese ecosistema?
No estamos hablando solo de una generación que se “mueve menos” políticamente. Estamos hablando de una generación que está siendo modelada en su relación con la diferencia, con el conflicto, con la posibilidad de disentir y de hacerse cargo del otro. Y eso tiene implicancias profundas. Porque los algoritmos no solo deciden lo que vemos: deciden también, en silencio, lo que nunca nos será mostrado. Y eso, con el tiempo, se convierte en estructura mental.
Los adultos, en su mayoría, no están ahí para mediar, ni para explicar que disentir no es traicionar, que pensar distinto no es violencia, que dudar es un derecho político. En vez de eso, la política se transforma en performance, y el silencio -estratégico, defensivo, triste- se vuelve la norma. Pero esos silencios no desaparecen. Se acumulan.
¿A dónde van?
A veces, se radicalizan o se refugian -y radicalizan- en espacios más homogéneos, donde no hay contradicción, pero sí validación: caldo de cultivo para una etapa cuyo eje central en la construcción de identidad es la validación entre pares, tan característico de la adolescencia. Y a veces, simplemente se pierden. Lo que es claro es que esos silencios están moldeando hoy los sesgos que mañana influirán en decisiones públicas.
Están dibujando los contornos de la empatía futura, de la capacidad de reconocer al otro como legítimo, de diseñar políticas para quienes no se nos parecen. Están definiendo lo que se podrá imaginar como posible. Suena brutal cuando lo simplificamos a que los límites del futuro están siendo moldeados por algoritmo cuyo objetivo es la economía de la atención. No el ejercicio ciudadano. No la democracia.
No se trata de si las y los adolescentes participan o no. Se trata de cómo están siendo entrenados para habitar lo político, de qué queda fuera del marco de lo decible, de lo debatible. Y se trata, también, de reconocer que el lugar donde están aprendiendo no fue diseñado para su autonomía ni para la democracia.
Decimos que nos preocupa el futuro de la democracia. Pero ¿estamos dispuestos a mirar cómo se está configurando, hoy, en los espacios donde nuestros futuros tomadores de decisiones están siendo socializados?
Tal vez no están desconectados.
Tal vez están hablando en clave.
O quizás están dejando de hablar.
La pregunta ya no es si votarán, sino cómo habrán sido formadas sus voces cuando les toque hablar, tomar decisiones, ejercer el poder. ¿Qué estamos haciendo para comprender ese futuro? El reloj avanza y el tiempo no perdona.