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Del cuartel al cartel: Seis suboficiales del Ejército implicados en tráfico de drogas
Agencia Uno

Del cuartel al cartel: Seis suboficiales del Ejército implicados en tráfico de drogas

Por: Jorge Molina Araneda | 27.06.2025
La gravedad de los hechos recientemente descubiertos excede el marco penal. Se trata de una señal de alarma sobre la vulnerabilidad de la institucionalidad democrática frente a una cultura militar que sigue operando en los márgenes del Estado de Derecho. La corrupción dentro del Ejército no es un fenómeno accidental, sino el síntoma de una organización cerrada, verticalista y resistente a la crítica externa.

En un operativo reciente liderado por la unidad OS7 de Carabineros, fue desarticulada una organización delictiva dedicada al tráfico ilícito de estupefacientes, compuesta por seis funcionarios en servicio activo del Ejército y un civil.

El procedimiento culminó con la incautación de 192 kilogramos de cocaína y pasta base, mercancía cuyo valor fue estimado en más de $3.000 mil millones. Adicionalmente se requisaron tres vehículos, avaluados en $40 millones, empleados en las labores logísticas del traslado de la droga desde la región de Tarapacá hacia la Metropolitana.

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El despliegue operativo incluyó seguimientos encubiertos y allanamientos en diversas comunas del país, entre ellas Lampa, La Reina, Pozo Almonte, Alto Hospicio e Iquique. Como resultado de estas diligencias, se concretó la detención de la totalidad de los integrantes de la red, lo que permitió verificar la existencia de una estructura jerárquica con división de funciones, configurando lo que jurídicamente se reconoce como una organización criminal.

La gravedad del caso se intensifica al considerar la calidad de los involucrados: seis suboficiales pertenecientes a la Segunda Brigada Acorazada de Cazadores de Pozo Almonte, conforme lo reconoció el general de División, Pedro Varela, Comandante de Operaciones Terrestres del Ejército. En respuesta, la institución castrense procedió a dar de baja a los implicados.

No obstante, esta reacción defensiva -típica de la lógica autoinmune de las corporaciones armadas- resulta insuficiente para comprender el alcance real del problema. Si bien es cierto que la denuncia inicial fue presentada por el propio Ejército, ello no exonera la responsabilidad institucional frente a un fenómeno que parece más estructural que excepcional.

Como sostuvo Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975), a medida que los mecanismos de poder se autonomizan -esto es, cuando ya no responden a una fiscalización externa ni a criterios democráticos- se vuelven fértiles para prácticas desviadas.

La fiscal regional de Tarapacá, Trinidad Steinert, detalló que los militares no utilizaban uniformes durante las operaciones ilícitas, lo que sugiere una deliberada intención de ocultamiento y una consciencia plena de la ilegalidad de sus actos.

Además, señaló que existía una clara organización funcional, donde algunos integrantes se encargaban de la coordinación logística y otros del transporte, reforzando así la tesis de una asociación ilícita compleja. Se les imputará el delito de tráfico de drogas. 

Frente a esta situación, el ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, se apresuró en subrayar que “no hay antecedentes” que indiquen la existencia de una red más amplia dentro del Ejército.

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Sin embargo, esta afirmación resulta prematura, si no abiertamente ingenua. Como advertía Zygmunt Bauman en Modernidad líquida (2000), la fragilidad ética de las instituciones contemporáneas no se manifiesta de forma súbita, sino que se acumula silenciosamente hasta irrumpir en escándalos públicos que evidencian un deterioro ya irreversible.

Desde la perspectiva filosófico-política, John Rawls señala en Una Teoría de la Justicia (1971), que el funcionamiento justo de las instituciones está vinculado al respeto de principios básicos de equidad y responsabilidad, lo que decanta en la idea de imparcialidad y compromiso con el bien común.

No es posible limitar la reflexión a una condena individual. Los hechos evidencian una crisis sistémica dentro de una institución que históricamente ha demandado privilegios, inmunidades procesales y recursos públicos, todo bajo el pretexto del resguardo de la soberanía.

Cabe recordar que, durante décadas, el Ejército chileno ha operado como una caja negra dentro del Estado (MilicoGate), refractaria al control civil y dotada de una mística de superioridad moral que hoy se revela como impostura.

La ciudadanía ha presenciado múltiples escándalos de corrupción al interior de las Fuerzas Armadas: desde fraudes al fisco hasta vínculos con redes de narcotráfico, pasando por compras irregulares de armamento y jubilaciones exorbitantes.

La supuesta moral castrense, tantas veces invocada como un baluarte, queda reducida a una retórica vacía cuando los hechos demuestran que el uniforme no impide delinquir, sino que a menudo lo encubre. Como reflexionaba Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén (1963), uno de los mayores peligros de las instituciones autoritarias es la rutina de encubrir sin cuestionar.

La gravedad de los hechos recientemente descubiertos excede el marco penal. Se trata de una señal de alarma sobre la vulnerabilidad de la institucionalidad democrática frente a una cultura militar que sigue operando en los márgenes del Estado de Derecho. La corrupción dentro del Ejército no es un fenómeno accidental, sino el síntoma de una organización cerrada, verticalista y resistente a la crítica externa.

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