
Es hora de repensar el PIE, no de reducirlo
En los últimos meses, diversos acontecimientos en establecimientos educacionales han reactivado el debate en torno al Programa de Integración Escolar (PIE), cuestionando su funcionamiento y, en particular, el rol de los profesionales que lo integran.
Se ha hablado de una supuesta “sobredotación” de especialistas o de una aparente resistencia de los educadores diferenciales a desempeñarse en las llamadas “aulas de recursos”. Estas percepciones -frecuentemente infundadas- distorsionan el propósito del PIE y desinforman a la ciudadanía respecto de una de las políticas más relevantes para la inclusión educativa en Chile.
Trabajo desde hace más de quince años como fonoaudióloga en un PIE, acompañando a estudiantes en situación de alta vulnerabilidad en conversación directa con las comunidades pero también con las autoridades. Desde esa experiencia directa, considero urgente contribuir a una conversación informada y responsable: ¿estamos avanzando hacia una educación verdaderamente inclusiva, o retrocediendo bajo el argumento de la eficiencia?
El PIE es una estrategia del Ministerio de Educación para garantizar el derecho a aprender de estudiantes con Necesidades Educativas Especiales (NEE), permanentes o transitorias, conforme al Decreto N.º 170, vigente desde el año 2009. No se trata de un privilegio para unos pocos, sino de una herramienta destinada a asegurar que todos y todas puedan aprender en escuelas diversas, con los apoyos adecuados a sus trayectorias y contextos.
Su objetivo es claro: no basta con la presencia física de un estudiante con NEE en el aula común. Lo esencial es garantizar su participación significativa en el proceso educativo. Para ello, se requiere la conformación de equipos multidisciplinarios: educadores diferenciales, fonoaudiólogos/as, psicólogos/as, terapeutas ocupacionales, psicopedagogos/as, kinesiólogos/as, entre otros profesionales. Cada uno aporta desde su especialidad, en estrecha coordinación con los docentes de aula.
Hoy, sin embargo, se observa con preocupación una tendencia entre autoridades a reducir horas o cargos de asistentes de la educación, bajo el argumento de una presunta sobredotación. Esta decisión afecta directamente a muchos PIEs, considerando que una parte significativa de los apoyos especializados es entregada por profesionales clasificados administrativamente como asistentes, pese a desempeñar funciones técnicas altamente calificadas.
Este criterio, además de injusto, desconoce la especificidad del trabajo en inclusión. Las propias orientaciones ministeriales reconocen que el funcionamiento efectivo del PIE requiere tanto de docentes como de asistentes profesionales.
¿Existe realmente una sobrepoblación de profesionales en los equipos PIE? La evidencia y la experiencia indican lo contrario. En muchas escuelas, los equipos resultan claramente insuficientes para abordar la diversidad y complejidad de necesidades presentes. Cada profesional cumple un rol insustituible, y la diversidad de contextos demanda una mirada interdisciplinaria y flexible.
En este punto, es fundamental corregir una premisa errónea: no es posible aplicar criterios uniformes de proporción docente/estudiante a la educación diferencial.
A diferencia del aula regular, el trabajo en inclusión requiere considerar múltiples factores: si el apoyo es transitorio o permanente; el tipo de discapacidad (sensorial, motora, cognitiva, TEA, entre otras) y/o necesidad educativa está presente; el nivel de autonomía y funcionalidad del estudiante; las adaptaciones curriculares necesarias; y la intensidad del acompañamiento requerido.
E incluso, algunas trayectorias educativas exigen apoyos prácticamente individualizados. Ignorar esta complejidad equivale a desconocer el núcleo mismo de la inclusión.
A ello se suma un elemento estructural que profundiza las tensiones: la educación pública, cada vez más exigida y con menor financiamiento, es la que mayoritariamente acoge a estudiantes con NEE, como corresponde a su mandato.
Sin embargo, esta realidad tensiona los recursos disponibles y exige respuestas institucionales urgentes. ¿Debemos limitar el ingreso de estudiantes al PIE? Por supuesto que no. Al contrario, debemos ampliar la cobertura y los apoyos. Pero ello requiere que las autoridades comprendan la naturaleza del programa y lo integren como parte central del proceso educativo, no como un apéndice técnico-administrativo.
Además, ya no podemos seguir postergando una revisión profunda del marco normativo que rige el PIE. Aunque el Decreto 170 significó un avance importante en su momento, hoy resulta insuficiente. Su enfoque sigue anclado en una lógica médica y clasificatoria que responde más a criterios de integración que de inclusión.
Y es necesario recordar que integración e inclusión no son equivalentes: mientras la primera exige que el estudiante se adapte al sistema, la segunda transforma el sistema para acoger a todos, con sus particularidades y derechos.
Por eso, más que recortar equipos o aplicar fórmulas uniformes, es tiempo de revisar el marco normativo del PIE y repensar sus fundamentos desde una lógica de derechos, aprendizaje y bienestar. Las políticas públicas deben centrarse en la dignidad de cada estudiante, no en indicadores estandarizados que simplifican lo complejo y terminan debilitando los apoyos más esenciales.
El PIE no sobra. Tampoco quienes lo componen. Lo que falta es voluntad para revisar lo que hoy ya no funciona, fortalecer lo que sí, para avanzar hacia una inclusión auténtica, sustentada en la evidencia, el compromiso y un profundo sentido ético. Quizás ha llegado el momento de hacernos una pregunta urgente: ¿No será hora de revisar el Decreto 170 y atrevernos a construir, de verdad, un sistema educativo inclusivo?