
La promesa inconclusa de la inclusión educativa
A raíz de diversas situaciones recientes en establecimientos educacionales, especialmente vinculadas a estudiantes del espectro autista, han resurgido cuestionamientos sobre cómo se están abordando estas dificultades y, en particular, sobre el funcionamiento de los Programas de Integración Escolar (PIE).
Estos programas operan bajo el Decreto 170, que regula criterios para la evaluación diagnóstica, la selección de estudiantes, la asignación de recursos y la gestión interna y actualmente está obsoleto. Es justamente en este último aspecto donde quisiera detenerme, pues representa un punto crítico en el camino hacia una inclusión real.
Como fonoaudióloga y educadora diferencial con más de 15 años de experiencia en contextos de alta vulnerabilidad, puedo afirmar que, si bien los PIE nacieron como una respuesta necesaria a las necesidades educativas especiales y una vía para fomentar la participación de estudiantes en el sistema escolar, su implementación dista aún del ideal inclusivo que declaran.
Si bien la integración a la que aspiran muchas autoridades puede parecer un progreso, resulta claramente insuficiente desde una perspectiva especializada. Integrar implica sumar a estudiantes con necesidades especiales a un aula regular que, en muchos casos, no modifica sus prácticas ni sus estructuras. La inclusión, en cambio, supone reconocer la diversidad como parte constitutiva del sistema educativo y rediseñarlo en función de ella.
La inclusión requiere transformar la cultura, las políticas y las prácticas escolares para atender la diversidad del estudiantado. No basta con incorporar estudiantes con necesidades educativas especiales; es necesario adecuar las metodologías, los espacios, las expectativas.
En mi experiencia académica en Chile y México he reflexionado sobre este desafío, comprendiendo que seguimos atrapados en una lógica integradora, donde la responsabilidad de adaptarse recae en el estudiante y no en el entorno, que debiera garantizar su participación plena.
Contar con un decreto, una Ley de Inclusión, una Ley TEA o implementar salas sensoriales son pasos importantes, pero insuficientes. Antes es imprescindible que todos -autoridades, docentes, equipos PIE, familias y estudiantes- compartamos una visión común y un lenguaje claro. No me refiero al llamado “lenguaje inclusivo” en sentido lingüístico, sino a comprender y asumir colectivamente lo que significan la discapacidad, las NEE y la inclusión.
Uno de los principales desafíos ha sido construir una conciencia genuina de lo que implica incluir. Este proceso puede ser incluso contraintuitivo, ya que desafía concepciones arraigadas de la educación como un proceso homogéneo. Incluir significa modificar nuestras prácticas, entender que trabajamos con estudiantes diversos y que esa diversidad enriquece los aprendizajes. La inclusión no debe ser solo un discurso: debe vivirse.
Para ello, es fundamental partir desde los primeros niveles educativos, con un trabajo colaborativo entre docentes, educadores diferenciales, equipos PIE, directivos y familias. Esta articulación debe estar guiada por una política clara y sostenida desde las autoridades, que oriente el trabajo cotidiano en las aulas y garantice que todos estemos igualmente informados, comprometidos y capacitados.
La inclusión no es una meta fija ni una receta única, es un proceso continuo que exige reflexión, compromiso y acción. Como sociedad debemos avanzar del discurso a la práctica, entendiendo que abrir las puertas de la escuela no es suficiente: hay que transformar sus estructuras y su cultura para que cada estudiante encuentre un lugar legítimo de aprendizaje y participación.
El desafío es enorme, pero no imposible. Para lograrlo, debemos educar a las autoridades, construir comunidad, fortalecer el trabajo interdisciplinario y, sobre todo, confiar en que la diversidad no es un obstáculo, sino una oportunidad para enriquecer la educación de todos.