
Reglas para el Uso de la Fuerza: La Ley del Gatillo con certificado de Derechos Humanos
En el Chile neoliberal, ya no basta con reprimir: hay que legislar la represión, dotarla de lenguaje técnico, ropaje jurídico y un disfraz de respeto a los derechos humanos. El proyecto que establece las Reglas del Uso de la Fuerza no es una excepción, sino la culminación de una doctrina del orden como fetiche de la gobernabilidad, consagrada por la clase política post-Estallido. La paz social, según esta receta, se consigue a tiros, pero con formulario.
El mensaje es claro: se busca una ley “coherente con los estándares internacionales” y “alineada con los derechos fundamentales”. Pero tras la fachada normativa se esconde un aparato ambiguo, discrecional y orientado a blindar a las fuerzas armadas y de orden; no a proteger a la población, ni a regular el uso de la fuerza, sino facilitar su impunidad.
El artículo 19 establece que si un funcionario actúa “en cumplimiento de la ley”, se presume su inocencia penal, y la carga de la prueba recae en las víctimas o el Ministerio Público, que hoy funciona como un apéndice político de la derecha. Se legisla así, la doctrina de la presunción de legalidad del agente estatal armado.
El artículo 23 permite que las mismas policías y Fuerzas Armadas actúen como peritos en investigaciones sobre su propio uso de la fuerza. Esto ya no es solo un conflicto de interés: es una legalización de la auto investigación, fórmula que históricamente ha servido para garantizar montajes, pactos de silencio, manipulación probatoria y absoluciones garantizadas.
El proyecto, además, omite principios básicos del derecho internacional, como el de proporcionalidad, sustituyéndolo por una noción elástica de “racionalidad”, que permite escalar la violencia según el “objetivo encomendado”, un concepto jurídicamente vacío. En este contexto, cualquier agresión estatal puede justificarse en nombre de un mandato que nadie fiscaliza. No es casual: se legisla para permitir, no para limitar.
La responsabilidad del mando es tratada con guante blanco. Se reconoce apenas de forma residual, y se deja su aplicación “a futuras leyes”: en una fuerza policial jerárquica, donde nada se mueve sin instrucciones, la impunidad de mandos medios y superiores es garantía de continuidad represiva, como lo demostró la Revuelta Popular de 2019.
Este proyecto representa la función clásica del Estado burgués: la defensa del orden de propiedad y acumulación, por los medios que sean necesarios. Para ello legisla una normativa que consolida la militarización del orden público y la criminalización de la protesta social y los reclamos ancestrales de los pueblos originarios.
Las llamadas RUF no son una respuesta al uso ilegítimo de la fuerza, son una forma de regular la violencia estatal para hacerla legal, ordenada, gestionable y, sobre todo, legitima, en un contexto donde los sectores populares, indígenas y marginados siguen siendo los cuerpos disponibles para la pedagogía de la bala.
El progresismo institucional junto a la derecha, parecen no haber aprendido nada del 18 de Octubre. El Estado no necesita más “certeza jurídica” para disparar: lo ha hecho siempre, con o sin ley. Es el pueblo quien requiere certeza de que el aparato represivo no puede seguir operando con cheques en blanco firmados desde el Congreso.
Si este engendro jurídico ve la luz, estaremos ante una victoria legislativa del Estado policial con disfraz garantista y una vez más, serán los pobres, los jóvenes, los mapuche, las mujeres y los que luchan quienes pagarán el precio.