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Filósofos artificiales: El rostro sintético de la filosofía (el caso Jianwei Xun)
Imagen del supuesto Jianwei Xun, creado por una IA

Filósofos artificiales: El rostro sintético de la filosofía (el caso Jianwei Xun)

Por: Roberto Pizarro Contreras | 20.04.2025
El “experimento” de Colamedici fue una jugada maestra, un espejo que nos devuelve nuestra propia vanidad y arrogancia: el deseo de una filosofía sin las molestias de la filosofía real, sin (auto)crítica, sin lentitud, sin cuerpo, sin conflicto, sin ver el problema –tecnológico –que denunciamos en nosotros mismos.

Recientemente un sismo intelectual remeció al mundo editorial, especialmente el de la Europa latina. El provocador ensayo Hipnocracia, aclamado, discutido y traducido a varios idiomas, era atribuido al misterioso filósofo chino Jianwei Xun. Sin embargo, se reveló que Xun jamás existió: fue el fruto de una colaboración entre el ensayista italiano Andrea Colamedici y los sistemas de inteligencia artificial (IA) Claude y ChatGPT.

Durante semanas, el texto fue celebrado como una obra iluminadora, un análisis incisivo sobre cómo los regímenes contemporáneos nos manipulan a través del poder sugestivo (aletheico) de los algoritmos. Pero el descubrimiento del “autor fantasma” transformó lo que parecía un éxito editorial no solo en un fraude, sino ante todo en una interrogante meta- y proto-filosófica de hondo calado: ¿Qué significa, en este nuevo contexto, filosofar? ¿Qué es, en verdad, ser un filósofo?

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Más aún, el caso Xun nos sitúa ante un trilema ético y epistémico: ¿Debemos conservar, refaccionar o sustituir la infraestructura tecnológica que da forma a nuestro filosofar? ¿Y sabemos siquiera cuál es esa infraestructura? Nos enfrentamos, así, a la necesidad de indagar en la forma tecnológica de la filosofía, en sus instrumentos y soportes, a la vez que nos vemos convocados por una alteridad (otredad) tecnológica: otro modo de filosofar que no dependa del cuerpo mecánico o engranaje pensante tradicional.

La IA, en este marco, no puede considerarse únicamente una herramienta: es un actor emergente en el entramado simbólico. Nos interpela. ¿Qué papel debemos asumir los pensadores –o quienes aspiramos a serlo– frente a esta disrupción? ¿Seremos cómplices reflexivos de esta transformación, o simples comentaristas al margen?

La cuestión no es si una IA puede alcanzar las alturas de la metafísica, sino si hemos comprendido que el filosofar ha estado siempre mediado por artefactos. Como planteó Gilbert Simondon en El modo de existencia de los objetos técnicos, pensar es inseparable de los instrumentos que lo posibilitan.

El pensamiento no se agota en la carne que lo enuncia. Si de la posibilidad de un pensar automatizado se tratara, hay ya quien ha sostenido que la filosofía académica, que opera sobre el método inductivo, es ya una manifestación de pensamiento automatizado, una forma de tecnologización del intelecto.

Hoy, más que nunca, debemos reconocer que la tecnología no solo apoya la reflexión, sino que la co-produce, y que nosotros somos parte de su trama. La pregunta, entonces, es si lo tecnológico se limita a lo que es fabricado, o si nosotros mismos no somos, en cierto nivel, organismos tecnológicos.

Esta sospecha adquiere fuerza cuando recordamos que las propiedades clásicas que definían a los artefactos se han vuelto obsoletas. La invitación es a ver las tecnologías no como objetos neutrales o externos, sino como dimensiones viscosas que se entrelazan con nuestro ser. Hay una co-implicación.

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Y persistir en la dicotomía entre naturaleza y artificialidad es un gesto nostálgico, que algunos –como los “expertos” que comentaban el caso Xun en El Mercurio– aún amparan bajo el manto raído de un Aristóteles, a quien se le niega ser polvo y olvido.

Es necesario redefinir lo tecnológico no como un conjunto de chispas, engranajes y pantallas, sino como el tejido que media nuestras transformaciones o transiciones ontológicas. Como las arañas que quedan atrapadas en las propias redes que construyen, también nosotros somos moldeados por nuestras creaciones. La tecnología no es un accesorio: es constitutiva de los seres y las cosas del universo, y la filosofía no es la excepción.

Aquí es donde adquiere un nuevo sentido el viejo lema ilustrado de Kant: sapere aude. “Atreverse a pensar” significa hoy cuestionar las estructuras académicas que canonizan ciertas formas de pensamiento. Implica desmarcarse del fetichismo que subyace a instituciones prestigiosas como Yale, Oxford o Cambridge, custodios del pensamiento “legítimo”.

En realidad, esas instituciones operan como cárceles conceptuales o colonizadores, donde se enseña a razonar dentro de moldes permitidos y fabricados por solo una fracción de la humanidad.

El “experimento” de Colamedici fue una jugada maestra, un espejo que nos devuelve nuestra propia vanidad y arrogancia: el deseo de una filosofía sin las molestias de la filosofía real, sin (auto)crítica, sin lentitud, sin cuerpo, sin conflicto, sin ver el problema –tecnológico –que denunciamos en nosotros mismos.

Pero la filosofía artificial ya está aquí. La cuestión es si nosotros, los gestores de este oficio, tenemos todavía el arrojo, la imaginación y la libertad necesarias para pensarlo todo de nuevo: para filosofar sin pedir permiso, para ensayar con valentía, para desenterrar lo técnico que hay en nosotros y, sobre todo, para incidir activamente en el cambio tecnológico del planeta, en vez de sobrevivir dejándonos arrastrar por él.

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