
Una cancha que no jugamos: Cuando el derecho a la vida de la niñez se pierde en la calle
El reciente fallecimiento de Mylan (12) y Martina (18) a las afueras del Estadio Monumental no es solo una tragedia personal ni un episodio lamentable de violencia urbana. Es una alerta roja para Chile. Un espejo que nos devuelve una imagen cruda: la de un país que, a pesar de sus compromisos internacionales, de sus leyes protectoras y de sus discursos institucionales, no logra traducir el derecho a la vida de la niñez en una realidad tangible.
La Convención sobre los Derechos del Niño -ratificada por Chile hace más de tres décadas- consagra el derecho a la vida, al desarrollo, a la protección y a la participación. La Ley N° 21.430, sobre Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y Adolescencia, lo refuerza a nivel nacional.
Sin embargo, frente a la muerte violenta de un niño en un espacio público, lo que se evidencia no es un incumplimiento aislado, sino una vulneración estructural, persistente, y profundamente normalizada.
No estamos hablando únicamente de un hecho concreto, hablamos de un cúmulo de omisiones que van desde la precariedad de los dispositivos de resguardo hasta la falta de voluntad real para poner a la niñez en el centro de las políticas públicas.
Niños mueren en un entorno que debía ser de alegría, identidad, cultura popular y deporte. ¿Dónde estaban los protocolos de prevención para un evento masivo con antecedentes de conflictividad? ¿Qué mecanismos de protección se activaron, si es que se activaron, para resguardar la presencia de niños y niñas en esos espacios?
La Política Nacional de Niñez y Adolescencia 2024–2032 establece como uno de sus ejes fundamentales el derecho a vivir en entornos seguros y libres de violencia. Pero ¿cómo se traduce esto cuando el espacio público sigue siendo inseguro, cuando los cuerpos de seguridad priorizan el control por sobre el resguardo, y cuando los niños y niñas siguen siendo considerados presencias accidentales -y no sujetos de derecho- en contextos de riesgo?
Y aquí es imprescindible hablar de los agentes del Estado. Porque cuando el resguardo de la seguridad pública recae en manos de fuerzas policiales que, en vez de proteger, amedrentan o actúan de manera desproporcionada, el riesgo se duplica.
La violencia institucional -esa que se expresa en operativos sin enfoque de derechos, en el uso excesivo de la fuerza o en la negligencia frente a situaciones críticas- también vulnera a la niñez. ¿Quién responde cuando un niño queda atrapado en medio de una estrategia de control que no distingue edades ni condiciones? ¿Quién evalúa el impacto que tienen estos despliegues sobre los cuerpos y subjetividades infantiles?
Las respuestas institucionales post-tragedia suelen ser reactivas, simbólicas, a veces ceremoniales. Ministros que lamentan, alcaldes que se conmueven, comunicados que exigen justicia. Pero lo que se necesita es mucho más que eso: una transformación estructural, que asuma que el bienestar de la infancia no se garantiza con discursos, sino con recursos, coordinación intersectorial, presencia territorial y voluntad política sostenida.
Porque el dolor no comienza ni termina con el hecho. Hay una larga cadena de condiciones que preceden la tragedia: desigualdad, marginalidad territorial, violencia estructural, negligencia en la planificación urbana, ausencia de modelos preventivos en seguridad, y un modelo de convivencia social que margina sistemáticamente a los niños y niñas de los espacios públicos seguros. ¿Qué tipo de sociedad construimos cuando lo público se transforma en amenaza para sus habitantes más pequeños?
La muerte de Mylan y Martina debe interpelarnos en lo más profundo. No basta con señalar a un responsable inmediato. Debemos mirar más allá del hecho puntual y preguntarnos qué tipo de país permite que un niño muera en la calle sin que exista una red efectiva de cuidado que lo proteja antes de llegar a ese punto. ¿Cuánto más debe doler para que se tomen decisiones profundas? ¿Cuántas muertes más hacen falta para que se comprenda que la niñez no puede seguir siendo la última prioridad?
Este no fue un accidente. Fue el desenlace de una seguidilla de decisiones mal tomadas -o no tomadas- por parte del Estado, las instituciones y la sociedad civil. Y frente a eso, el silencio también mata. La indiferencia institucional también mata. La resignación ciudadana también mata.
Necesitamos una política de infancia que no se quede en los documentos, sino que camine junto a los niños y niñas por las calles, por los estadios, por las ferias, por las plazas. Que esté presente donde la vida sucede, para que no tengamos que lamentar su ausencia cuando ya es demasiado tarde.
Porque proteger a la infancia no puede ser solo un acto legal, debe ser un imperativo ético, cultural y político. Y mientras no logremos hacerlo, seguiremos perdiendo -como sociedad- en una cancha en la que ni siquiera estamos jugando.