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La guerra arancelaria la pagan las personas
Agencia Uno

La guerra arancelaria la pagan las personas

Por: David Duhart | 16.04.2025
Si los gobiernos insisten en levantar muros comerciales no habrá ganadores, solo ciudadanos cargando con el costo de disputas entre potencias. Por ello, la próxima vez que escuches hablar de "aranceles", recuerda que no se trata solo de geopolítica, es el precio del carrito de compras, la estabilidad de tu empleo o la educación de tus hijos.

Imagina que entras al supermercado y, sin previo aviso, todo cuesta un 10% o 20% más. ¿La causa? Un impuesto silencioso que tu país no eligió, pero que igual termina afectando tu bolsillo.

Así operan los aranceles impulsados por Donald Trump: una política comercial presentada como protección nacional, pero cuyas consecuencias recaen sobre personas comunes, desde un trabajador en Santiago hasta una familia en Berlín.

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Los aranceles -que van desde un 10% general hasta un 100% en productos chinos como vehículos eléctricos y semiconductores- no son simples cifras. Son un golpe directo a una economía global interconectada.

Un celular ensamblado en Vietnam con componentes chinos será más caro en EE.UU., pero también en Chile, ya que las empresas trasladan los sobrecostos a los consumidores. Y el efecto no se detiene ahí: cuando China o la Unión Europea contraatacan con sus propios impuestos, se produce una reacción en cadena.

Si Europa, por ejemplo, grava el maíz estadounidense, Brasil podría redirigir su producción hacia ese continente, enviando menos a Chile y elevando el precio del pan o los lácteos. Esta tensión frena inversiones: ¿qué empresa se arriesgaría a construir una fábrica si en seis meses los costos de importación podrían dispararse? Menos inversión significa menos empleos, lo que afecta tanto al ingeniero que busca trabajo como al estudiante que espera conseguir su primera práctica profesional.

Pero el impacto no se reparte de forma equitativa. Mientras las multinacionales pueden rediseñar sus cadenas logísticas o asumir parte de las pérdidas, las pequeñas empresas y los consumidores no tienen esa capacidad.

En EE.UU., un estudio de la National Retail Federation estimó que los aranceles anteriores de Trump le costaron a cada familia alrededor de US$1.277 anuales. Con tarifas más amplias y elevadas, esa cifra podría duplicarse. Y si la economía más grande del planeta se tambalea, el resto del mundo tiembla.

Chile, donde el 32% del PIB proviene del comercio exterior (según el Banco Central), es particularmente vulnerable. Nuestros envíos al extranjero -desde frutas a minerales- enfrentarían un arancel del 10% en EE.UU., colocándonos en desventaja frente a socios como México o Canadá, exentos por tratados como el T-MEC. Un racimo de uvas chilenas en un supermercado estadounidense costará más que el de la competencia, lo que podría impactar gravemente nuestras exportaciones agrícolas.

Incluso el cobre, columna vertebral de nuestras finanzas públicas, sufriría. Una caída del 5% en su precio, derivada de una guerra comercial prolongada, significaría una pérdida fiscal de US$1.500 millones al año, casi el doble del presupuesto 2024 del Ministerio de Vivienda, según cifras de la Comisión Chilena del Cobre.

A la par, importar tecnología, maquinaria o repuestos desde EE.UU. sería más caro. Para las pymes -que constituyen el 99% del tejido empresarial chileno- esto puede ser una amenaza vital. Piensa en un agricultor en Rancagua que necesita renovar su tractor: si el precio sube un 15%, puede verse obligado a postergar la inversión, afectando su producción.

O en una startup de software que depende de servidores estadounidenses: sus costos subirán, afectando su crecimiento. A corto plazo, veremos alzas en productos como automóviles, ropa o celulares. Aunque EE.UU. ha eximido temporalmente de aranceles a teléfonos móviles, ordenadores y microprocesadores, la incertidumbre persiste y podría revertirse en cualquier momento.

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Pero el verdadero precio lo pagan las personas. Una familia chilena podría desembolsar hasta $200.000 adicionales al año en productos importados, debido a la combinación de aranceles y la devaluación del peso frente al dólar, según estimaciones de economistas locales.

Sectores como la agricultura -que emplea a más de 700.000 personas- podrían verse obligados a reducir personal si las exportaciones caen. Lo mismo en minería, donde un tercio de los trabajadores son contratistas. Incluso los medicamentos podrían encarecerse: Chile importa el 65% de los fármacos que consume. Para alguien con una enfermedad crónica, esto puede implicar tener que elegir entre su tratamiento y otros gastos básicos del hogar.

La historia ha demostrado que estas políticas rara vez logran su objetivo. En 2002, el gobierno de George W. Bush impuso aranceles de hasta un 30% al acero extranjero. El resultado: según el Peterson Institute for International Economics, EE.UU. perdió 200.000 empleos en sectores como la industria automotriz, que dependen del acero. Además, la Unión Europea respondió con aranceles a productos simbólicos como las motos Harley-Davidson. Menos de dos años después, Bush tuvo que revertir la medida.

Hoy el riesgo es aún mayor: vivimos en un mundo donde el 70% de los productos cruzan al menos una frontera antes de llegar a tus manos. Un par de jeans puede diseñarse en Italia, fabricarse con algodón de la India, coserse en Bangladesh y distribuirse desde Panamá. Aplicar aranceles en este contexto no genera soluciones, solo disrupción.

EE.UU., por ejemplo, no produce suficientes microchips para su demanda interna: el 90% proviene de Taiwán y Corea del Sur. En vez de invertir en formación laboral e innovación, se opta por imponer barreras.

Si los gobiernos insisten en levantar muros comerciales no habrá ganadores, solo ciudadanos cargando con el costo de disputas entre potencias. Por ello, la próxima vez que escuches hablar de "aranceles", recuerda que no se trata solo de geopolítica, es el precio del carrito de compras, la estabilidad de tu empleo o la educación de tus hijos.

Existen alternativas más efectivas: acuerdos multilaterales contra prácticas abusivas o inversión en tecnología. Pero esas rutas requieren tiempo, paciencia y liderazgo. Y en un mundo cada vez más polarizado, escasean.

Mientras tanto, quienes pagan son las personas. Pagan al llenar el estanque de la camioneta que necesitan para trabajar, al ver cómo el presupuesto familiar se estira cada mes, o cuando deben postergar un sueño por una crisis que no causaron. La próxima vez que un político hable de "proteccionismo", pregúntate: ¿realmente está cuidando a la gente... o solo a ciertas industrias? Porque hasta ahora, la evidencia indica que los ciudadanos no son la prioridad.

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