
Y ahora que se fue marzo, ¿podemos hablar de por qué parece un mes de 100 días?
En las últimas semanas, el cansancio, el desgaste y una sensación generalizada de agobio se han instalado como una experiencia “normal” y compartida. Muchas personas refieren sentirse como si estuvieran sobreviviendo la adaptación a uno de los meses más intensos y temidos del calendario: marzo. El ya clásico “se te apareció marzo”, popularizado por un comercial publicitario, encarna de forma irónica la abrupta confrontación con el regreso a la realidad laboral.
Cada año, esta frase reaparece como ícono cultural de la temporada, replicándose en stickers, memes y comentarios cotidianos. Expresiones como “sobrevivir marzo” y “prepararse para el súper lunes” se han convertido en verdaderos mantras colectivos, que entre el humor y la resignación, reflejan un proceso exigente y a menudo desbordante de retorno a la vida laboral, escolar y productiva. Pero, ¿por qué marzo se vive así? ¿Qué hay detrás de este imaginario -y experiencia real- de colapso?
La respuesta no es solo psicológica, sino profundamente estructural. Desde hace varias décadas, el mundo del trabajo -y con él otros sistemas como la educación, la salud o incluso el sistema público- ha transitado hacia formas de gestión flexibles, como el Lean Management, también conocida como gestión magra o ajustada, y que ha sido una de las más difundidas a nivel global.
Su origen se remonta al modelo de producción de Toyota, en el Japón de la posguerra, donde fue celebrado como parte del llamado “milagro japonés”. Una estrategia que permitió la reactivación económica del país tras la crisis del fordismo y que rápidamente capturó la atención de occidente.
Bajo el ideal de “producir más con menos”, este enfoque instaló principios como el Just in Time (flujo continuo), la mejora continua (Kaizen) y la calidad total como nuevas lógicas organizativas, enfatizando el cumplimiento de cifras e indicadores de productividad, gestión y calidad que se han transformado en una máxima a cumplir, que no necesariamente reflejan la realidad.
Más aún, tal como Christophe Dejours, psicoanalista francés experto en salud y trabajo, señala como muchas veces la presión por los números promueven el fraude, en la medida que quiénes trabajan se ven obligados a reportar indicadores positivos, sin necesariamente contar con los recursos para ello.
Si bien el modelo emergió en Japón en un contexto de empleo estable, su expansión internacional ocurrió en escenarios marcados por la precarización del trabajo, la flexibilización de las relaciones laborales y el debilitamiento de los sindicatos.
Esta forma de organizar el trabajo no solo impacta en los reales resultados productivos y el concepto de calidad -que hoy muchas veces se encuentra más asociado a rentabilidad- sino también en el modo en que experimentamos el tiempo, puesto que en el afán de “producir a demanda y justo a tiempo”, se eliminan los márgenes, se comprimen las jornadas, se aceleran los ritmos y se convierte cada momento en un eslabón más de una cadena que no puede detenerse. Lo que se presenta como eficiencia y productividad, muchas veces se traduce en agotamiento.
Este imaginario de urgencia permanente no es casual ni espontáneo: está profundamente vinculado con la forma en que hoy se organiza el trabajo y las transformaciones que este espacio -central en nuestras vidas y la constitución de nuestra vida social- ha tenido el último tiempo, a la luz de la introducción de nuevas formas de gestión, organización y tecnologías, que de acuerdo a la evidencia, han implicado una intensificación de la experiencia de trabajo que invariablemente ha aportado al desgaste profesional y cansancio.
Los sistemas de gestión no son neutros, definen los tiempos posibles, las responsabilidades, los márgenes para actuar y descansar, los espacios para construir vínculo o incluso para reparar la mente y el cuerpo.
Cuando esos sistemas -como lean- se orientan a sostener un flujo continuo sin pausas, borran no solo los “tiempos muertos” de la producción, sino también las condiciones subjetivas y sociales que hacen del trabajo una experiencia creativa, enriquecedora y saludable. Se empobrecen los vínculos, se debilita la colaboración, y se estrechan las posibilidades de crear, imaginar o simplemente habitar el espacio de trabajo y la experiencia del tiempo con mayor libertad, apropiación y sentido.
En ese contexto, se vuelve cada vez más habitual que terminemos tratándonos, sintiéndonos y actuando como si fuéramos máquinas y parte de un engranaje más. El cuerpo, las emociones, el deseo o la necesidad de pausar, sentir y pensar quedan relegados, como si no fueran parte legítima del trabajo humano. Y al hacerlo, olvidamos que no somos máquinas, sino personas.
Marzo nos confronta con una gran contradicción. Venimos de semanas donde, por un breve momento, el tiempo parecía más disponible, para estar con otros, para descansar, reconectar, cuidar y cuidarnos. Volver a la rutina y el engranaje productivo, en este contexto, implica una suerte de duelo silencioso: sabemos que esa disponibilidad se volverá escasa.
No es casual que los estudios recientes en Chile muestren altos niveles de carga laboral, exigencias emocionales y conflictos derivados de las dificultades de conciliación entre la vida y el trabajo, y/o la llamada doble presencia, esta última asociada a la tensión entre las exigencias del empleo y las tareas de cuidado. El tiempo se ha vuelto un bien escaso, y eso impacta directamente en nuestra vida personal, familiar y por ende, en nuestra salud mental y sensación de bienestar.
Normalizar la intensidad laboral y asumir como inevitable que marzo -y con él todo el año- se viva en modo de desborde, no puede seguir siendo la única respuesta. La organización del trabajo no es neutra: los sistemas de gestión determinan qué ritmos, qué tiempos, qué cuidados y qué cuerpos son posibles. Cuando esos sistemas eliminan las pausas y subordinan la vida al rendimiento continuo, los costos no solo se ven en la productividad a largo plazo, sino también en la salud física, mental y emocional de quienes trabajan.
Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos si queremos seguir viviendo bajo modelos que nos hacen sentir que la vida empieza cada año con una carga y metas imposibles de lograr en armonía con nuestra salud. Y más aún, si estamos dispuestos a reconfigurar nuestras prácticas laborales, institucionales y culturales para que el tiempo -y con él, la vida- recupere algo de su espesor, su ritmo, y su humanidad.