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El fascismo eterno y la ampliación mentirosa de lo decible
Agencia Uno

El fascismo eterno y la ampliación mentirosa de lo decible

Por: Adolfo Estrella | 29.03.2025
En los saturados y monótonos mercados de los mensajes políticos, las provocaciones, los insultos y las mentiras, aparecen como discontinuidades o novedades atractivas y vendibles. Dicen atrocidades no solo porque pueden decirlas, es decir, porque hay permiso social para hacerlo, sino porque mientras más insultos, mentiras, medias verdades y negaciones pronuncian, mayores audiencias obtienen. Hay una voluntad de escándalo.

Emeterio Ureta, personaje mediático, bonachón, locuaz y “requetecontra momio”, como se autodefine, está molesto por la deriva autoritaria de la derecha en este país y afirma que “el pueblo no va a votar por dos nazis y una facha”. Dios lo oiga y el Diablo se haga el sordo. Esperemos que en la derecha criolla aparezcan más personas como Don Emeterio, que se preocupen por lo que están observando en su “sector” y en el mundo.

Porque, si vemos un líquido blanco en un envase de tetrapack lo más probable es que sea leche. Es decir, si leemos frases fascistas y propuestas de leyes fascistas y oímos opiniones fascistas, etc., emitidas por algunas personas, podemos arriesgarnos a decir que estas personas son más bien fascistas, incluso aunque insistan en negarlo.

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Por supuesto que sabemos que hay que tener cuidado con el uso y abuso del término fascismo, y también sabemos que la historia no se repite, salvo como parodia. Pero el hecho de ser parodia no le resta un ápice de insensatez, descaro y crueldad.

Las izquierdas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y hasta hoy, banalizaron el concepto calificando de fascistas a todo el espectro político a su derecha, haciendo de él una categoría de combate más que una herramienta analítica, y vieron fascistas donde no los había, y ahora que los hay no saben qué hacer con ellos. Es necesario recuperar el concepto para usarlo de ambas maneras, para ello es necesario saber algo de su historia.

Los fascismos fueron un fenómeno mundial, no sólo italiano y alemán. Ni siquiera sólo europeo. Con muchas variaciones locales, un autoritarismo dogmático, agresivo, intolerante, nacionalista étnico, a la vez antiliberal y anticomunista, supremacista, xenófobo, mesiánico y, sobre todo, mentiroso, apareció en todas partes del mundo (India, Japón, Egipto, Chile, Colombia, Estados Unidos…) a finales del siglo diecinueve y principios del veinte.

Mutatis mutandis, ahora hay muchos argumentos para hablar de una reaparición de esas ideas, movimientos y partidos y, por lo tanto, de un despliegue autoritario en una parte relevante de las sociedades mundiales.

El discurso fascista se adapta a los tiempos históricos, pero mantiene su voluntad de simplificar y manipular las pasiones y las razones. Umberto Eco hablaba de un “fascismo eterno” indicando con esa expresión que no se trata sólo de un movimiento político o un régimen histórico específico, como el de Mussolini, sino de un fenómeno universal y atemporal que puede resurgir en diferentes contextos, con diferentes caras.

No son necesarios desfiles de camisas pardas o negras en Berlín o en Roma, aunque también puede haberlos, y de hecho los hay. El fascismo es un contenido que se adapta a diferentes formas.

Durante años, después de su derrota en la Segunda Guerra Mundial, el discurso fascista y la simbología asociada a él estuvieron proscritos en todo el mundo, en particular en los países que desarrollaron su versión más acabada y ejemplar: Alemania e Italia. Los fascismos fueron derrotados militarmente, no discursiva ni electoralmente, no hay nunca que olvidarlo.

Y aun así, jamás desaparecieron del todo, se camuflaron, se atenuaron, se integraron, aceptaron a regañadientes la democracia liberal y se convirtieron, después de la Segunda Guerra Mundial, en populismos autoritarios relativamente presentables. Pero desde hace algunas décadas han comenzado a recuperar el tiempo perdido y lo que vemos ahora es un populismo-fascismo de base neoliberal, camaleónico, furtivo y ambiguo.

A veces simulan ser fascistas, y a veces disimulan. A veces se muestran tal como son y a veces se camuflan. A veces juegan el juego democrático y a veces “patean la mesa”. Dado que no son los fascismos “clásicos” de los años treinta, algunos historiadores prefieren llamarlos posfascismos.

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Los tabúes, restricciones y castigos ya no sirven para detener estas ideologías que hacen de la transgresión de límites una de sus señas de identidad. Están forzando una enorme “ampliación de lo decible” (y audible) como preámbulo de lo realizable, sin recibir cuestionamiento social por hacerlo.

Son transgresiones del discurso social, reaccionarias, crueles e impunes, que compiten con las viejas transgresiones progresistas y, claramente, están ganando la batalla. Las transgresiones verbales del actual revival ultraderechista se están instalando y, al mismo tiempo están recogiendo el sentido común de las sociedades, como sucedió a principios del siglo veinte.

Los fascismos son siempre forzamientos de límites frente a lo dominante. Son también rebeldías, son también contrahegemonías. El conservadurismo del fascismo es un componente que se activa sobre todo cuando llegan al poder. Antes, son contestarios y, eventualmente, revolucionarios.

Eso sí, se trata de una contestación mentirosa y servil porque no cuestiona el poder ni las desigualdades, todo lo contrario, las refuerzan. Sin embargo, esa aura rebelde es el atractivo que tiene ahora para jóvenes y no tan jóvenes, disputándole a las izquierdas la capacidad de indignarse y rebelarse frente a la realidad.

El habla fascista, tanto de los líderes como de la masa, ahora digitalizada, se establece a partir de la negación tanto de los criterios de verdad compartidos, como el principio de no contradicción y el de responsabilidad moral frente a lo dicho. Todo vale. Se rechazan los consensos tanto científicos como de sentido común que permitían la convivencia social (negacionismo climático, terraplanismo, rechazo de las vacunas…).

Al mismo tiempo, se puede decir y hacer algo y luego negarlo sin ruborizarse. Se puede mentir con total descaro. El discurso fascista se asienta en la impunidad y en el borramiento del sujeto moral. Están reconstruyendo un mundo donde la mentira vulgar sustituye a la verdad factual, porque su principio rector es que la verdad es un acto de enunciación de la voluntad (la verdad es lo que yo afirmo) no una comprobación empírica.

La justificación de ese actuar está situada en una supermoral externa que les es atribuida a sujetos mesiánicos. Dicha superioridad les es dada por lo que ellos consideran que es su impronta parresiástica, es decir, por su capacidad de “decir la verdad”, de ser valientes y “decir lo que nadie se atreve a decir”. “Atrévete” fue el slogan de la campaña presidencial anterior de José Antonio Kast en Chile.

Este gesto heroico es el acto mítico y catártico que les confiere una moralidad superior: la moralidad del héroe. Tanto sus líderes como sus seguidores dicen cosas que hace unas décadas hubieran sido rechazadas moralmente o incluso castigadas legalmente.

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En los saturados y monótonos mercados de los mensajes políticos, las provocaciones, los insultos y las mentiras aparecen como discontinuidades o novedades atractivas y vendibles. Dicen atrocidades no solo porque pueden decirlas, es decir, porque hay permiso social para hacerlo, sino porque mientras más insultos, mentiras, medias verdades y negaciones pronuncian, mayores audiencias obtienen.

Hay una voluntad de escándalo. Estamos frente a una ampliación reaccionaria, mentirosa y cruel de lo decible, y con ello frente a la ampliación de la inmoralidad del mundo.