
Quien siembra vientos, cosecha tempestades
Vivimos tiempos agitados. Los proyectos y el lenguaje político están contaminado por la arrogancia moral, la descalificación y la sospecha permanente sobre las intenciones del otro. Nadie escucha para entender; se escucha para responder, para ganar.
En medio de ese ruido, se ha instalado una peligrosa ilusión: que hay bandos buenos y bandos malos, verdades absolutas y errores imperdonables, salvadores y enemigos. Pero no es así. Nadie posee superioridad moral sobre los demás. Nadie tiene el monopolio de la verdad. Todos cargamos con nuestras propias contradicciones, sesgos e historias.
"La línea que separa el bien del mal no pasa entre Estados, ni entre clases, ni entre partidos políticos, sino que atraviesa el corazón de cada ser humano". Así escribió Aleksandr Solzhenitsyn, ex prisionero del régimen soviético, en El Archipiélago Gulag, un testimonio desgarrador sobre el totalitarismo y la deshumanización.
La democracia exige algo más que el ritual de los votos: exige humanidad y humildad. Exige la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de comprender que nuestras decisiones y palabras no existen en el vacío. Como en la teoría de juegos, lo que uno hace condiciona lo que el otro hará.
Cada declaración pública, cada proyecto de ley, cada intervención en un matinal tiene consecuencias. Nadie puede fingir inocencia absoluta. Nadie puede decir: “yo sólo dije mi verdad”. Porque en la esfera pública, lo que se dice y lo que se hace genera impacto, respuesta, resistencia o adhesión; incluso puede generar violencia extrema.
¿Dónde comienza la violencia? ¿Quién es responsable de ella? No hay una sola respuesta, pero sí hay una certeza: “quien siembra vientos, cosecha tempestades”. La violencia no comienza sólo con piedras ni barricadas. Comienza mucho antes, en el desprecio, en la humillación cotidiana, en la burla que se normaliza, en la demonización del otro. Comienza cuando convertimos al adversario en enemigo y al desacuerdo en una afrenta personal. Comienza cuando olvidamos que todos tenemos esa línea sutil entre el bien y el mal que atraviesa nuestros corazones.
La política no puede seguir siendo un ring de boxeo donde lo importante es ganar por nocaut para impresionar a los electores. Debe volver a ser un espacio de encuentro, de reconocimiento mutuo. No basta con hablar de diálogo, hay que practicarlo.
Tampoco basta con denunciar la corrupción, hay que ser honestos. Y para eso, debemos mirar adentro. Preguntarnos si no somos, también, parte del problema. Si nuestras palabras y acciones han contribuido a levantar muros en lugar de puentes.
No necesitamos héroes morales, necesitamos interlocutores responsables. Personas dispuestas a mirarse al espejo antes de señalar con el dedo, dispuestas a construir en conjunto, no a destruir al otro. Porque si queremos una democracia de la que nos sintamos orgullosos, el diálogo no es una concesión: es una necesidad.