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Violencia en las aulas: Una crisis más allá del castigo
Agencia Uno

Violencia en las aulas: Una crisis más allá del castigo

Por: Rodrigo Rojas-Andrade | 28.03.2025
La violencia en el aula no es solo un problema de conducta individual; es el resultado de un sistema que aún no logra responder de manera efectiva a la diversidad y la inclusión. Si seguimos apostando por soluciones inmediatas y simplistas, el problema se repetirá una y otra vez.

El reciente caso de violencia en el Liceo Bicentenario de Trehuaco, donde un estudiante con diagnóstico del espectro autista agredió gravemente a su profesora, ha generado un debate que oscila entre la indignación y la búsqueda de culpables.

La opinión pública se polariza entre quienes exigen sanciones ejemplares y quienes advierten sobre la falta de preparación del sistema educativo para abordar la inclusión de estudiantes con necesidades especiales.

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Más allá de los juicios inmediatos, esta situación nos obliga a un análisis más profundo. No se trata solo de un caso aislado, sino de la manifestación de una crisis más amplia en la educación: ¿cómo gestionamos la convivencia escolar en contextos de diversidad?, ¿están los docentes preparados para enfrentar estos desafíos?, ¿cuál es la responsabilidad de los establecimientos y las políticas educativas?

Responder a estas preguntas requiere alejarse de las explicaciones simplistas y reconocer que la violencia en el aula es el resultado de múltiples factores, desde las condiciones neuropsicológicas del estudiante hasta el agotamiento docente, la rigidez de las normas escolares y la falta de apoyo institucional.

Un estudiante en crisis: las dificultades en la regulación emocional

Cuando un estudiante agrede a su profesora la reacción inmediata es asumir que hubo una intención deliberada de daño. Sin embargo, en algunos casos, lo que ocurre es una pérdida de control emocional ante una situación percibida como abrumadora.

Los estudiantes con necesidades educativas especiales, en particular aquellos dentro del espectro autista, pueden experimentar dificultades en la autorregulación emocional y en la interpretación de las normas sociales. Lo que para un profesor puede ser una instrucción cotidiana, como pedir que un estudiante escriba en clase, para el alumno puede ser una exigencia difícil de procesar, sobre todo si se encuentra en un estado de estrés o sobrecarga sensorial.

En algunos casos, también se observan desafíos en la interpretación de intenciones en interacciones sociales, lo que puede generar respuestas defensivas o de confusión frente a ciertas exigencias académicas o disciplinarias. A esto se suma que dificultades en funciones ejecutivas, como la inhibición de respuestas impulsivas, pueden impedir que un estudiante con dificultades en la regulación emocional logre contener una reacción inmediata en el momento crítico.

El problema es que muchos sistemas educativos no cuentan con estrategias efectivas para ayudar a estos estudiantes a gestionar su frustración o ansiedad. En ausencia de herramientas de regulación emocional, algunos estudiantes pueden reaccionar de manera desproporcionada, desencadenando situaciones de crisis que afectan tanto a ellos como a sus docentes.

El agotamiento docente y la implementación de protocolos de manejo de crisis

Si la reacción del estudiante es clave en este problema, también lo es la respuesta del docente. Sin embargo, exigir a los profesores que manejen estas situaciones sin apoyo es una carga injusta.

Los docentes en Chile enfrentan condiciones de trabajo difíciles: aulas sobrecargadas, alta demanda administrativa, presiones por el rendimiento académico y escasa formación en educación inclusiva. Todo esto genera un estrés laboral crónico que puede afectar la manera en que responden a situaciones complejas en el aula.

Si un profesor no cuenta con herramientas para manejar la desregulación emocional de un estudiante es más probable que reaccione con medidas punitivas o con una exigencia rígida de las normas, lo que en algunos casos puede aumentar la escalada del conflicto.

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Por otro lado, la falta de protocolos claros de intervención en crisis dentro de los establecimientos deja a los docentes en una posición vulnerable, donde deben improvisar respuestas sin un respaldo institucional adecuado.

Este caso también pone en evidencia cómo la cultura escolar influye en la gestión del aula. En entornos donde la disciplina se basa en la exigencia estricta del cumplimiento de normas, los estudiantes con dificultades en la regulación emocional pueden encontrar mayores obstáculos para adaptarse, lo que aumenta la posibilidad de conflictos.

Un sistema educativo que no previene, solo reacciona

Uno de los grandes problemas que evidenció este caso es que el sistema escolar no está preparado para la diversidad en el aula. La inclusión educativa ha sido promovida en las últimas décadas, pero muchas escuelas carecen de los recursos para implementarla de manera efectiva.

En la práctica, esto significa que los establecimientos integran a estudiantes con necesidades especiales sin contar con los ajustes curriculares y metodológicos necesarios. La falta de evaluaciones funcionales de la conducta de los estudiantes con dificultades emocionales y conductuales impide que los docentes anticipen situaciones de crisis y adopten estrategias preventivas.

Además, muchas escuelas siguen funcionando con normativas rígidas que priorizan la disciplina y el cumplimiento de reglas por sobre la adaptación a las necesidades individuales de los estudiantes. Esto genera un ambiente donde los conflictos tienden a escalar en lugar de resolverse de manera preventiva.

En este contexto, la pregunta no es solo por qué ocurrió esta agresión en particular, sino cuántos otros incidentes similares podrían haberse evitado con un sistema más preparado para atender la diversidad y la convivencia escolar.

Más allá del castigo: Hacia una respuesta integral

Para entender este caso en toda su complejidad, es necesario reconocer que múltiples factores confluyen en la generación del conflicto. Desde la perspectiva del estudiante, la sobrecarga sensorial, la dificultad en la regulación emocional y las barreras en la comunicación pueden haber contribuido a una reacción impulsiva.

Desde la perspectiva del docente, el estrés laboral, la falta de formación en inclusión educativa y la ausencia de estrategias claras de manejo de crisis pueden haber limitado su capacidad para gestionar la situación de manera efectiva. A nivel institucional, la falta de apoyo interdisciplinario, la ausencia de evaluaciones funcionales de la conducta y un modelo de disciplina rígido pudieron haber exacerbado la crisis en lugar de prevenirla.

Si queremos evitar que situaciones como esta se repitan, debemos dejar de ver la educación como un espacio de imposición de normas, y comenzar a entenderla como un espacio de construcción de convivencia.

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Para ello, es imprescindible fortalecer los equipos de apoyo en los colegios, dotar a los docentes de herramientas para la regulación emocional y el manejo conductual, y modificar las políticas de convivencia escolar para que prioricen estrategias preventivas sobre respuestas punitivas. La violencia en el aula no es solo un problema de conducta individual; es el resultado de un sistema que aún no logra responder de manera efectiva a la diversidad y la inclusión.

Si seguimos apostando por soluciones inmediatas y simplistas, el problema se repetirá una y otra vez. Es momento de transformar la educación con más conocimiento, más apoyo y menos improvisación.