
No hay generaciones perdidas, solo una educación que debe encontrarlas
Los resultados del Simce 2024 han mostrado avances significativos en 4° básico, con incrementos de 6 puntos en Lectura y 5 en Matemática, alcanzando los puntajes más altos desde 2002. En mi colegio, donde trabajo como fonoaudióloga desde hace 16 años, los resultados también fueron positivos, con un aumento promedio de 20 puntos en cada asignatura evaluada.
Sin embargo, más allá de las cifras, la pregunta que realmente debemos hacernos es: ¿qué estamos midiendo con esta prueba? ¿Reflejan estos números el aprendizaje real y profundo de nuestras y nuestros estudiantes? ¿O solo nos entregan una fotografía parcial de un proceso que es mucho más complejo y diverso?
El Simce sigue siendo una prueba estandarizada que, al centrarse en un único modelo de evaluación, no considera la diversidad que existe en el aula, ni las distintas realidades de quienes forman parte de ella. Especialmente quedan fuera del análisis aquellos estudiantes con discapacidad intelectual, con necesidades educativas especiales asociadas a otras discapacidades o provenientes de contextos migrantes.
Su realidad y su esfuerzo no se reflejan en estos resultados, lo que genera una lectura incompleta del panorama educativo del país. Si dejamos fuera del análisis a una parte de la comunidad escolar, ¿podemos realmente hablar de un progreso integral?
En los últimos años, ha surgido con fuerza la idea de que la pandemia generó una "generación perdida", una afirmación que, más que una verdad absoluta, es un reflejo de cómo miramos la educación. ¿De verdad existen generaciones que se pierden? Más bien, hay sistemas educativos que no logran encontrarlas, que no son capaces de adaptarse a sus necesidades y contextos.
Si seguimos insistiendo en que hubo una pérdida, quedaremos atrapados en un discurso derrotista, cuando lo que necesitamos es avanzar y responder con acciones concretas. Una generación no se pierde porque sus aprendizajes hayan sido distintos a los de generaciones anteriores, se pierde cuando el sistema educativo no es capaz de reconocer su evolución y adaptarse a sus nuevas formas de aprender.
El foco debe estar en construir estrategias y evaluaciones que no solo midan conocimientos, sino que también reconozcan y potencien la diversidad de talentos, habilidades y fortalezas de nuestros estudiantes. No se trata de negar la importancia de la evaluación, sino de transformarla en una herramienta que oriente el aprendizaje y la enseñanza de manera más equitativa e inclusiva.
Una prueba que entrega solo un número no puede ser la brújula que determine las decisiones pedagógicas ni las políticas educativas del país. La educación no es solo medición de rendimiento, sino también acompañamiento, guía y motivación para cada estudiante.
Es necesario que las pruebas estandarizadas evolucionen hacia modelos más flexibles que realmente reflejen la realidad de nuestras aulas. No basta con hacer ajustes superficiales; se requiere un cambio de enfoque que considere las particularidades de cada estudiante.
La educación debe dejar de medir únicamente el rendimiento en pruebas escritas y comenzar a valorar el desarrollo integral de cada niño y niña, entendiendo que el aprendizaje no es homogéneo ni lineal. Si seguimos reduciendo la educación a un simple número, estaremos ignorando la riqueza de experiencias, saberes y competencias que cada estudiante desarrolla a lo largo de su trayectoria escolar.
Porque las generaciones no se pierden, se les deja atrás cuando la educación no sabe cómo alcanzarlas. Es responsabilidad de todos construir un sistema que no solo enseñe, sino que también abrace, comprenda y valore a cada estudiante en su singularidad.
Solo así podremos hablar de un verdadero avance en la educación. Una educación que no abandone ni estandarice, sino que acompañe y potencie. Una educación que no busque homogeneizar, sino que fomente la diversidad. Ese es el desafío que debemos asumir como sociedad.