Isapres con patente de corso: Cuando el robo es legal
Según cuenta la leyenda, a mediados del S.XVI habría naufragado frente a la playa de Ñagué un bergantín al mando de un pirata de origen noble y con patente de corso conocido como Lord Willow, quién, debido al infortunio circunstancial, lo obligó a guarecerse temporalmente en una caverna cercana al lugar de su naufragio.
Como estaban abandonados a su suerte, decidieron construir algunas viviendas con los restos de su buque para él y su tripulación, apoyados por indígenas changos quienes vivían temporalmente en las cercanías de un conchal. Así, estos corsarios ingleses vivieron por más de un lustro en esa zona costera del valle del Choapa, conviviendo con indígenas locales, hasta que fueron rescatados por otros marinos (¿piratas?) ingleses quienes los regresaron a su país de origen.
Aquella improbable estadía edulcorada de este corsario mítico es el que le habría dado el nombre a la actual ciudad de Los Vilos. Lo cierto es que, según registros historiográficos, tal corsario no habría existido, pero la presencia de piratas y corsarios en costas chilenas ciertamente no es ficción, sus andanzas constan en innumerables registros y relatos de pueblos y ciudades costeras que padecieron sus fechorías, crímenes y atentados contra el orden impuesto por la corona española, dueña de esta capitanía modesta y sin tanta riqueza como los virreinatos vecinos.
Entre este gremio de malhechores había algunos que ostentaban patente de corsario, que los elevaba un milímetro en la dudosa escala ética de aquella época y de aquellos bravos e incivilizados hombres de mar, respecto de los simples piratas abocados al pillaje en beneficio propio.
Nombres como Francis Drake, Thomas Cavendish o Bartolomé Sharp entre los truhanes ingleses; u Olivier van Noort, Jaris van Spilbergen o Hendrik Brouwer entre los bandidos de los Países Bajos; automáticamente hacían que los rostros de los habitantes de La Serena, de Valdivia, de la Isla Mocha, de Valparaíso o de Quintero, palidecieran de terror, frustración y rabia por la impunidad con que estos piratas corsarios cometían sus delitos, con el beneplácito y bendición de monarquías, primero, y políticos y parlamentos de los países que los auspiciaban y protegían, después.
Inglaterra, Francia, España y Portugal inauguraron el pingüe negocio de otorgar carta blanca a estos bandidos para desvalijar las arcas de tesoros y bolsillos de gentiles de las colonias de sus adversarios.
Estas patentes de corso se habrían abolido a mediados del S.XIX, poniendo fin a la “edad de oro” de los piratas y corsarios, cuyas leyendas azucaradas alimentaron de manera fecunda la imaginación de millones de niños y jóvenes que soñamos con la brisa marina golpeando nuestras frentes, así como las historias cantadas por Serrat o protagonizadas por Jack Sparrow, que se encargaron de contar historias con finales felices que muy bien hacen al espíritu por estos días de neoliberalismo puro y duro.
Pero los verdaderos corsarios y piratas, esos que causan penas y dolores, nunca se fueron, cambiaron ropajes, ya no saben distinguir entre barlovento o sotavento ni menos cultivar un sustrato ético mínimo que permita acudir en ayuda de algún náufrago. Lo de ellos es el saqueo blandiendo las patentes de corso que se siguen emitiendo en otro formato, el de leyes y decretos, pero en los mismos lugares de antaño: parlamentos y poderes legislativos alrededor del mundo.
Nuestro país no representa ninguna excepción. La más reciente evidencia que los corsarios gozan de buena salud la recibí hace un par de días atrás, cuando la entidad corsaria encargada de mi plan de salud, Cruz Blanca, me comunicó el plan de restitución a dineros saqueados desde mi bolsillo por más de un lustro.
Gracias a la patente de corso aprobada en mayo de 2024 (Ley 21.674) por el parlamento criollo, la que considera la evaluación y aprobación de los planes de pago y ajustes de las ISAPRE por restitución de cobros realizados en exceso, esto por aplicar tablas de factores elaboradas por dichas instituciones distintas a la Tabla Única de Factores de la Superintendencia de ISAPRES.
En esa línea, la entidad corsaria no encontró mejor mecanismo para saldar la deuda del saqueo que proponerme la devolución de lo birlado mediante cómodas cuotas mensuales por los próximos 12 años, a razón de una devolución mensual durante los primeros 5 años de poco más de $900.-, aumentando a un promedio entre el año 6 a 11 a poco más de $16.400.- y terminar de devolverme lo robado el año 12 de nuestro Señor.
En el intertanto, la mentada patente de corso aprobada por el poder legislativo de este fundo, donde dominan los parlamentarios grupies de derecha y de extrema derecha fanáticos de este sistema de salud, le permiten a la entidad corsaria aumentar unilateralmente el plan de salud contratado a razón de hasta 5% anual.
Por lo que, a final de cuentas, lo que me devolverán a cuentagotas durante los próximos años lo terminaré pagando yo, a través del aumento del precio del plan de salud contratado. Todo legal y visado por el poder legislativo, por un lado, y por el poder ejecutivo, por el otro. Sin la posibilidad de reclamar ante la justicia ante los aumentos unilaterales del plan de salud, como lo estábamos haciendo yo y miles de chilenos y chilenas a través de la judicialización que tantos sinsabores y dolores de cabeza le ocasionó a esta industria pirata.
Este mecanismo refinado de degüello por parte de los corsarios criollos no sería posible en un país sano democráticamente. Pero hace más de 50 años que las instituciones que gozan de buena salud en este fundo con vista al mar están dedicadas a extender y promulgar patentes de corso, las que, en nuestro lenguaje de poetas, se denominan Constitución Política, Leyes y Decretos Supremos.
Algunas de las patentes de corso más notables promulgadas corresponden a aquella que creó las mentadas AFPs, cuyo nombre eufemístico es Decreto de Ley 3.500 de 1980 que estableció el sistema de pensiones que condena los destinos de millones de compatriotas. O la patente de corso cuyo nombre leguleyo es Ley 21.091 sobre educación superior, dando chipe libre a entidades corsarias educativas para que formen (o deformen?) a los cuadros técnicos y profesionales actuales y del futuro de este fundo.
O la patente de corso promulgada en 1990 denominada Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza 18.962, dejando libertad para que el mercado opere en la enseñanza de los inquilinos del fundo desde Visbiri hasta isla Lenox o dicho de otra forma más precisa, para que los corsarios del mercado tengan carta blanca para el saqueo a piacere de la cultura y el pensamiento crítico, practicando lobotomías masivas de la conciencia cívica de los cerebros que nacen y mueren entre mar y cordillera produciendo entes funcionales que a duras penas entienden lo que leen, si es que leen. La lista es larga y desoladora.
Así como la Isla Tortuga del S.XVI, los pulsos vitales en nuestra isla del S. XXI están regidos por las aventuras y desventuras económicas de Corsarios y piratas que dominan ese mar que tranquilo nos baña y que, ingenuamente, nos vaticinaba don Eusebio, nos prometería un futuro esplendor. Y aquí estamos, naufragando entre corsarios que se saben dueños del garrote y de las flores, de la espada y el relato amable de que todo va a estar bien. Corsarios que los respaldan y avalan sus patentes de corso cada vez que levantan el acero para cercenar la dignidad de náufragos y ahogados.