18-O: A 5 años de la revuelta de octubre, un ejercicio interpretativo
Soy parte de los académicos/investigadores que en plena “revuelta de octubre”, o como queramos llamarla (un estallido, explosión, “un despertar”, rebelión antineoliberal, “hecho social total”, “implosión social” u “octubrismo”), intentó en su rol de cientista social realizar un ejercicio interpretativo in situ de ese momento.
Señalé en su oportunidad que presenciábamos quizás un momento inédito en la historia de nuestro país, por la envergadura de las movilizaciones y de los repertorios de acción colectiva que se manifestaron y que enunciaban una nueva forma de expresar demandas.
Señalé también en esa oportunidad, que estábamos enfrentando uno de los raros momentos de la historia de Chile donde podíamos observar a una política que estaba confinada en los subterráneos, emerger como una erupción volcánica. El magma volcánico que brotó tuvo una fuerza avasalladora que atropelló todo lo que encontró a su paso.
Esto visibilizó, lo que llamé “una fractura tectónica en nuestra sociedad”; una fractura que entreveía un proceso de descomposición social que avanzaba lentamente y que mostraba una pérdida de la cohesión social en nuestro país, si lo queremos expresar en términos sociológicos. En el fondo, mostraba quizás, el colapso del modelo de "transición pactada" que se implementó en nuestro país a principios de los años noventa.
Pero ¿qué podemos decir? o, mejor dicho ¿qué puedo decir a cinco años de la llamada revuelta de octubre? ¿Cómo interpreto las movilizaciones y la participación masiva de estas? En mi rol de sociólogo sigo sosteniendo mi postura interpretativa de este “hecho social”, centrada en las dimensiones subjetivas, emocionales y afectivas que se manifestaron en esa oportunidad y que, a mi parecer, todavía se mantienen.
Si bien el componente estructural como la desigualdad económica y social, o la crisis del modelo neoliberal, son relevantes, el foco de análisis y de interpretación debería estar puesto en las vivencias cotidianas y las emociones que emergieron en ese ciclo de protestas. Es poner la atención en lo que podemos llamar la “subjetividad del malestar” experimentado por miles de personas en su vida cotidiana que propició las movilizaciones masivas observadas.
Por otra parte, tengo que señalar que la revuelta no fue un mero reclamo contra la desigualdad material, reflejó el descontento por la precariedad existencial en la vida cotidiana de miles de chilenos/as. Las personas no solo protestaron por su situación económica, sino también por la percepción de vivir bajo un sistema que generaba -y todavía lo sigue haciendo-, frustración, incertidumbre y desgaste emocional. Este malestar subjetivo acumulado fue clave en el involucramiento de miles de personas en acciones de protesta.
Entonces, vale la pena poner atención en el análisis, en lo que llamaré los afectos colectivos y las emociones que se desplegaron en las movilizaciones de octubre. La rabia, la indignación, pero también la esperanza y la solidaridad, jugaron un papel central. Estas emociones no solo fueron individuales, sino que se convirtieron en afectos compartidos, lo que explica por qué el estallido tuvo un carácter colectivo tan fuerte. Así, las emociones constituyeron un motor clave para la acción política en la revuelta.
Otro elemento no menor que llevó a que miles de personas se movilizaran fue lo que se podría denominar la crisis del reconocimiento. Muchos de quienes se manifestaron en esas semanas se sentían invisibilizados y despojados de dignidad por un sistema que priorizaba el mercado sobre las personas. Así, la revuelta puede y debería ser mirada y analizada como una demanda de reconocimiento, no solo económico, sino también simbólico. Las personas reclamaban ser vistas, escuchadas y respetadas; exigían un trato digno en todas las esferas de la vida.
La revuelta también debe ser leída como un rechazo a la naturalización o normalización de la precariedad que se instaló en Chile. Fue una respuesta al cansancio frente a un sistema que normalizaba la explotación, la inseguridad y el sufrimiento, y que legitimaba la injusticia bajo la lógica del "esfuerzo individual". La protesta surge cuando la ciudadanía se niega a aceptar que su malestar es algo que debe soportar individualmente y reclama un cambio estructural.
Finalmente, resalto la naturaleza desbordante y horizontal del movimiento, que no tuvo un liderazgo claro ni un programa preestablecido. Esta falta de jerarquías y la espontaneidad de las movilizaciones reveló, a mi parecer, un nuevo tipo de sujeto político, que se organizó no solo redes sociales sino en torno a redes afectivas y formas de participación directa, más que a través de estructuras políticas tradicionales.
Esto es una de las cuestiones que he venido estudiando en estos últimos años y que he denominado, “militancias sin estructuras”, o lo que se podría llamar siguiendo a Weber: “el político ocasional”, o sea, el ciudadano sin asociación política que se describe en el libro “El Científico y el Político” y que responden mejor a la categoría de los activismos o alteractivismos que a las militancias tradicionales.
En resumen, la revuelta de octubre en Chile es un fenómeno -a mi entender-, profundamente vinculado a las emociones y las vivencias subjetivas del malestar social y donde la cultura y la identidad jugaron también un papel clave.
No se desconocen los elementos estructurales ya mencionados, pero hay que poner en primer plano las experiencias cotidianas de precariedad y el deseo de reconocimiento y dignidad de quienes salieron a la calle, lo que lleva a entender el estallido no solo como un reclamo económico, sino como una exigencia de justicia afectiva y simbólica, cuestión que todavía sigue latente y que podría a futuro volver a manifestarse de la misma forma o en dimensiones mayores.