Guerra no es el verdadero problema
La tentación de dirigir todos nuestros índices acusadores contra Manuel Guerra, el 'exfiscal de la gente' en la Municipalidad de La Florida, es enorme. Es que nos encanta ver cómo caen otros. Es un silencioso placer que nadie confiesa, porque sería confesar la envidia como parte de nuestra psiquis.
Y es que además somos suficientemente hipócritas como para mostrarnos indignados por los vicios ajenos, muchos de los cuales practicamos a escondidas. Pero, además de envidiosos e hipócritas, apuntamos a Guerra porque somos flojos. ¡Qué fastidio pensar en que no es solo Guerra, sino demasiada gente, demasiadas instituciones, demasiadas estructuras sociales!
Sin embargo, el verdadero problema con Manuel Guerra es que todos somos Manuel Guerra. O Luis Hermosilla.
Lo más sensato que he leído sobre el caso Hermosilla fue una reflexión de Pedro Pierry, exministro de la Corte Suprema. Decía -no recuerdo textualmente sus palabras- que lo ocurrido con Hermosilla es algo que sucede desde hace décadas con todos los abogados y estudios jurídicos influyentes. Hacía notar que había un buen grado de cinismo en las teatrales reacciones de muchos y en el uso recurrente de expresiones como “asombro”, “indignación” o “tristeza”.
Aún no se ha estudiado a fondo el vínculo entre los grandes grupos económicos y los grandes estudios jurídicos. Aún no conozco investigaciones acerca de cómo influye el dinero y el poder en los fallos judiciales, ni sobre las posibilidades que tiene un pobre de ganarle un juicio a un rico.
Sobre el sistema judicial y la escasa confianza que despierta en la población, no es necesario extenderse. Podrían hacerse varias cosas al respecto, pero solo insinuaré dos que me parecen centrales y sobre las que debe haber un debate:
Por una parte, instaurar el sistema de jurados, que haría más improbable la posibilidad de corromper a grupos de personas que no se repiten; y, por la otra, la adopción del precedente judicial, que colabora en el perfeccionamiento de un derecho que escucha las buenas razones de quienes ya pensaron y resolvieron un problema anterior y evita que cada juez, merced al “efecto relativo de las sentencias” (es decir, que solo valen para el caso en el que se dictan), convierta a su tribunal en un feudo personal en donde su criterio puede ser muy poco criterioso.
Un grupo pequeño de jueces profesionales es un innegable riesgo de corrupción que no hay para qué correr. Y un sistema judicial en que conflictos enteramente similares pueden ser resueltos de modo opuesto necesariamente funciona, en uno de los dos casos, de modo contrario a la ley o la equidad y, por lo mismo, resultará poco confiable. Así que se requieren cambios.
Pero, fuera de ello, hay otro cambio profundo que hacer. Manuel Guerra simboliza a muchos abogados. La justicia, ser justo, dar a cada uno lo suyo, respetar la dignidad y la necesidad de los que acuden a un tribunal confiando en obtener justicia, son cosas que a la mayor parte de los abogados les tiene sin cuidado.
Si vivimos en un sistema en el cual los abogados ganan dinero no por su contribución a la justicia o al establecimiento de la verdad, sino por el triunfo de la verdad procesal del cliente, no podemos albergar muchas esperanzas.
¿Cuántos abogados o abogadas están dispuestos a rechazar a un cliente que le ofrece un honorario multimillonario porque la defensa le exigiría tergiversar la verdad, ayudarlo a dejar de cumplir con un deber legal, o incluso moral, o esconder evidencia? La formación ética de los abogados en nuestro país es pobre. Las universidades deben abordar esto.
No en vano nuestro Colegio de Abogados fue golpista en 1973 y silente durante las violaciones a los derechos humanos en dictadura. Quizás la savia fresca del feminismo que quiere avanzar en su interior cambie esa organización, cuyo rostro sigue siendo sombrío. Pero el sistema que hemos creado funciona incentivando la mentira, la astucia, el ganar a cómo dé lugar.
¿Qué hacer? Pues un sistema nacional de abogados que deban contribuir con la administración de justicia. ¿Cómo? Reconociendo la labor social clave de los abogados y que sus honorarios deberían regularse desde un sistema público y provenir de un fondo social, premiando la calidad de su trabajo. Sé que no gustará lo que diré, pero mientras esto sea un mero mercado, habrá siempre profesionales dispuestos a todo.
Si el cliente es poderoso y millonario, muchos harán lo que se les diga aunque signifique dejar de lado la justicia y la lealtad al litigar.
Podemos discutir lo que quieran y debatir cuanto se desee, pero el desprestigio de los jueces -que son abogados- y de los abogados no es gratuito. Y el problema no es solo de cada persona. El asunto es estructural y tiene que ver con nuestra forma de entender la administración de justicia. No pretendo tener toda la razón ni que mis proposiciones sean las mejores o siquiera aceptables, pero el debate está pendiente y hay que tenerlo.
Por ahora, si seguimos así, los abogados seguiremos siendo un grupo de personas poco confiables. Como en el viejo chiste de quien, al encontrarse frente a una tumba que decía “Aquí descansan los restos de un gran abogado y de una gran persona”, corrió a la recepción del cementerio para denunciar que había dos personas dentro de la misma tumba. No podremos salir del desprestigio si no modificamos sustancialmente el sistema.
Sancionar a Guerra o Hermosilla, siendo justo y razonable, no es el final del camino que debemos recorrer. El problema es que Guerra quiso ser consejero del Consejo de Defensa del Estado, se convirtió en “fiscal de la gente” y podría haber seguido escalando; el problema es que Hermosilla asesoraba gobiernos y ministros, y algún día pudo ser un ministro de Justicia.
Y eso es un problema porque quiere decir que personas con tan poco amor a la justicia, a la verdad, a la igualdad, a la tolerancia o al respeto, pueden escalar muy alto en un sistema que no les pone cortapisas.
Guerra y Hermosilla son un problema, pero no el más grave. El problema es el sistema y el tipo de estructuras en las que ese tipo de personas puede prosperar.