La evasión desde el privilegio: la derecha y el progresismo como antagonistas de la protesta popular
Las masivas evasiones del pago del pasaje del Metro de Santiago han tenido un correlato digno de analizar: el cómo desde la posición que se toma frente a ellas se configura el rol que distintos actores y actoras juegan en el campo de la protesta popular.
Desde el Ejecutivo la posición ha sido clara: desde el reproche moral a la amenaza autoritaria, se han desplazado desde un “no entender por qué se movilizan los estudiantes si no les afecta el alza del pasaje” hasta el buscar quitar el pase escolar a quienes se manifiesten. Ciertamente es difícil pedir, en la derecha, un compromiso social: no entienden el actuar si no es desde la idea de un provecho personal. Por eso no son de extrañar las declaraciones de la ministra Hutt (Evópoli), pues la defensa de su modelo social tiene en su base ética al individualismo del actuar. Se opera, popularmente, por el otro y desde un otros, donde el no-yo no es tan lejano: quienes pagan los costos del pasaje con la precarización de sus vidas son los mismos padres y madres de aquellos estudiantes. Nuevamente tenemos una derecha que, por más vestiduras y adornos del manoseado siglo XXI tome, vuelve a la idea más primitiva del castigar: la movilización escolar como un derecho reducida a un “si reclamas te lo puedo quitar”. ¿Recordará la ministra que las mismas movilizaciones que amenazaron al statu quo el 2006 y 2011, tienen su correlato directo en la lucha por el pase escolar?
Desde el oficialismo tampoco se tardó en reaccionar. Los diputados Sebastián Torrealba y Karin Luck de Renovación Nacional (RN), presentaron un proyecto de ley que busca sancionar a todas aquellas personas que evadan su pasaje en el Metro de Santiago con una multa de hasta $480.000, es decir, ¡un equivalente a más de un sueldo y medio mínimo! La disociación de aquellos parlamentarios es tal que, obviando el fondo de la legítima protesta social, no tienen pudor en reaccionar mediante la tipificación penal de la evasión desde la más absoluta verticalidad: Ellos, los diputados de sueldo millonario que utilizan vehículos pagados por el Congreso para transportarse, buscan castigar a quienes, por medio de sus impuestos, permiten que se puedan movilizar de la forma más cómoda posible. Enrostran sin miramientos y de forma impune su privilegio, conscientes de su propia clase.
Pero también existen aquellos que, casi haciendo uso del cómodo papel “por fuera” de lo institucionalmente político, pretenden imponer una verdad de cómo debe ser una movilización social. Especial rol juegan, aquí, figuras “progresistas” del mundo de la televisión. Mónica Rincón, por ejemplo, señaló que la protesta es inadecuada en tanto afecta a las y los trabajadores en su deseo de transportarse. El problema de ello es que se sitúa desde un interlocutor ajeno, observador del proceso, pero que intenta representar la consciencia de una de las partes del mismo. Si la posición de aquélla fuera realmente cierta, la pro-protesta desde la vereda estudiantil habría quedado simplemente en ello, mas se ha demostrado que -tanto en la evasión como en el forzar que el metro pare en las estaciones cerradas- hay una amplitud más allá de los y las estudiantes. Probablemente, porque en el evidente cansancio de una jornada extenuante sabemos del hartazgo que conlleva el constante abuso, por lo cual el sacrificio de la comodidad aparente parece mínimo frente al de demostrar la rabia, esa misma que intentan codificar pero difícilmente pueden entender quienes sencillamente observan la realidad.
Por otro lado, actuales y ortodoxos personeros de la extinta Concertación, han sido capaces de elucubrar sus posiciones desde la más absoluta desconexión con la realidad social. El senador Felipe Harboe (PPD), por ejemplo, no sólo yerra vergonzosamente en calificar la protesta como una “expresión millennial inaceptable” al referirle un incorrecto rango etario (quienes inician la escalada de “evasiones” son secundarios, bien lejos a quienes nacieron entre 1985 y 1997), sino que comete aquella típica torpeza del desdén adultocentrista -y de añeja centro izquierda- de calificar todo aquello que escapa de sus cánones o entendimiento como algo “infantil”. El sesgo de la voz de la autoridad que, desde el llamado al orden, critica desde las formas sin reflexión real del fondo, tutelando el sistema político-económico desde sus aspectos más mínimos, fiel heredero de la laboriosa gestión de la Concertación.
Otros, desde la prehistoria de la política de la transición pactada, acusan al Frente Amplio (FA) de tener una posición “vergonzosa” al calificar de desobediencia civil la protesta popular. Desde la idea prístina de aquella protesta que no incomoda, la denominan “violencia civil”. Lo relevante de aquella dicotomía artificiosa es que presenta ambos términos como antagónicos: la desobediencia civil que aprueban es, precisamente, aquella que no incomoda. Eso sin siquiera considerar que existe un interesado paroxismo en calificar de violencia una simple evasión, y que, por más que haya escalado hacia la destrucción de parte del mobiliario del metro dentro de la misma acción de protesta como resultado propio de una confrontación, no deja de ser mínima frente al tenor más político de la aquella palabra. Si lo más mínimo es violencia, nada es violencia. Si la referida expresión popular es más que lo mínimo, entonces no hay protesta sin violencia.
Retumba, entonces, una vieja pero siempre latente idea: la protesta como herramienta “hasta que la dignidad se haga costumbre”. La condición de posibilidad de aquella premisa es, claramente, que la dignidad no está en nuestro diario vivir. Y ciertamente así es, pues el problema no es, en sí, el alza del pasaje. Aquello es sólo expresión de algo mayor, un sistema político-económico de ricos y pobres, de explotadores y explotados. Esto es un conflicto de clase. Por ello no es baladí el rechazo transversal a las evasiones del pago del pasaje de metro desde la derecha y la vieja Concertación, pues representan la defensa irrestricta, con más o menos adorno progresista, de aquel modelo que se implementó a costa de fuego y sangre, y que tan bien han administrado durante los últimos 30 años. Lo que ha estado en juego estos breves pero esperanzadores días de rebeldía no es tan sólo quién gana el gallito, porque, siendo honestos, no hay demasiada claridad sobre cuál es realmente ese gallito. Es, en términos más simples, qué rol juega cada uno en una manifestación más de aquello que hace ya 200 años se denominó lucha de clases. No una guerra, no una pelea: un estado concreto y objetivo de la realidad social.
Ni individual ni millennial, ni errónea ni impopular. Expresión pública y efervescente de descontento que hace sentido a una misma clase aburrida de la violencia, la verdadera violencia: esa institucional, que se ejerce por acción del Estado u omisión del mismo ante los abusos de tanto experto, de tanto privilegio, de tanto mercado.