Seguridad: Entre la promesa del orden y el riesgo de la resignación
Las elecciones ya pasaron y Chile ha tomado una decisión. La seguridad, una vez más, fue el eje del debate público y terminó inclinando la balanza hacia una propuesta que promete orden, control y castigo como respuesta principal al delito. No es un fenómeno nuevo ni exclusivamente chileno. Cuando el miedo se instala, la tentación de soluciones rápidas y contundentes se vuelve comprensible. Sin embargo, que algo sea comprensible no lo vuelve necesariamente correcto ni eficaz, ni sostenible.
Hoy, el desafío es otro: preguntarnos con honestidad si el camino que se abre es realmente el que nos conducirá a una seguridad sostenible, o si corremos el riesgo de entrar en una lógica de administración permanente del daño, donde el delito se castiga, pero no se previene.
Cuando hablamos de seguridad, no hablamos sólo de policías, patrullajes o cárceles. Hablamos de cómo se organiza la vida en común, de qué tan protegidas están las personas en su vida cotidiana y de cuán presente está el Estado antes de que la violencia ocurra. Reducir la seguridad a una respuesta punitiva es empobrecer el problema y, peor aún, postergar sus soluciones reales.
El límite del castigo como estrategia preventiva
Décadas de investigación criminológica son claras: el delito no es un fenómeno exclusivamente individual, sino profundamente condicionado por factores sociales, territoriales y comunitarios. Barrios con niveles socioeconómicos similares pueden tener realidades de seguridad radicalmente distintas. La diferencia no suele estar en la severidad de las penas, sino en la cohesión social, la calidad del espacio público, la estabilidad residencial, la presencia institucional y las oportunidades disponibles.
El enfoque principalmente punitivo, como lo incluye la propuesta presidencial del presidente electo, parte de una premisa discutible: que el endurecimiento del castigo disuade eficazmente el delito. Sin embargo, la evidencia muestra que el aumento de penas tiene impactos marginales o nulos en la prevención, especialmente en delitos contra la propiedad, que son los más frecuentes en Chile. El castigo actúa cuando el daño ya ocurrió. Llega tarde.
Cuando el sistema penal se convierte en herramienta de política pública determinante en materia de seguridad, se generan efectos perversos: sobrepoblación carcelaria, alta reincidencia, debilitamiento de la reinserción y normalización de la violencia institucional. El resultado es una sensación momentánea de control, pero no una reducción sostenida del delito.
Advertir esto no es relativizar la violencia ni negar el rol indispensable de las policías. Es, por el contrario, tomarse la seguridad en serio.
Seguridad ciudadana: un paradigma distinto, no ingenuo
Desde los años noventa, Chile —como otros países de la región— avanzó hacia el paradigma de la seguridad ciudadana, entendiendo la seguridad como un derecho humano y un bien público. Este enfoque no se opone al control del delito, pero lo inserta en una estrategia más amplia, basada en la prevención social, situacional y comunitaria, el trabajo intersectorial y el respeto irrestricto a los derechos humanos.
La seguridad ciudadana parte de una idea simple pero potente: una política de seguridad que no mejora la calidad de vida es una política regresiva. Si una intervención no fortalece la convivencia, no recupera el espacio público, no amplía oportunidades ni reduce desigualdades, difícilmente producirá tranquilidad duradera.
Aquí emerge con fuerza la innovación social como criterio de diseño estatal. No se trata de grandes declaraciones, sino de políticas concretas que articulan urbanismo, educación, salud mental, bienestar familiar, empleo, cultura y participación comunitaria. Este enfoque reconoce la multicausalidad del delito y, por lo mismo, apuesta por respuestas complejas, pero más efectivas.
El nivel local: donde la seguridad se juega de verdad
Uno de los consensos más sólidos en materia de prevención es el rol estratégico de los municipios. Son los gobiernos locales quienes conocen el territorio, identifican los conflictos antes de que escalen y articulan redes institucionales y comunitarias. Cuando un municipio recupera una plaza, fortalece organizaciones sociales o activa programas de convivencia, está haciendo prevención del delito tan efectiva —o más— que la instalación de cámaras.
La seguridad no se construye desde el decreto ni desde la retórica del enemigo interno. Se construye en la vida cotidiana, en barrios donde el Estado no aparece solo con sanciones, sino también con soluciones.
Después de la elección: una advertencia necesaria
Persistir exclusivamente en una lógica reactiva y de castigo puede derivar en una resignación permanente: más cárceles, más control, más miedo, pero sin menos delito. La historia reciente —en Chile y fuera de él— muestra que ese camino tiende a profundizar las fracturas sociales que alimentan la inseguridad.
Hoy, más que nunca, es necesario sostener una idea de seguridad que no se base en el miedo, sino en la dignidad. Tranquilidad digna significa políticas que previenen antes de castigar, que fortalecen comunidades, que invierten en cohesión social y que entienden la seguridad como resultado de un país más justo y organizado.
La tranquilidad no se impone. Se construye. Y esa construcción, aunque algunos prefieran negarlo, es profundamente política.