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Gobierno de emergencia
Foto: Agencia Uno

Gobierno de emergencia

Por: Francisco Flores R. | 26.12.2025
El problema no ha sido solo de representación, sino principalmente de diagnóstico: leer sin matices, repetir consignas, sobrerrepresentar el descontento o idealizar la ruptura. No se trata solo de unir siglas ni sumar rechazos. Se trata de narrar mejor con más sintonía lo vivido por las mayorías. Conectar con los afectos sociales .Y ofrecer un horizonte que no repita ni el marketing de la refundación ni la nostalgia del orden perdido.

Gobierno de emergencia” suena apolítico. Pero esa suspensión es profundamente ideológica.

No convoca a una voluntad ideológica, ni promete un proyecto. Se instala, más bien, como una suspensión del desacuerdo, una pausa obligada donde el orden se impone como necesidad vital. En nombre del miedo, de la inseguridad, se invoca un “tiempo fuera” de la política, para dejar actuar —sin resistencias ni deliberación— a los gestores de lo obvio.

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El concepto de “gobierno de emergencia” irrumpió con inesperada eficacia en la campaña presidencial. En pocas palabras, como buen eslogan, logró condensar un malestar difuso y una promesa de orden. Que esta fórmula haya sido enarbolada con éxito por un liderazgo conservador no es casual. Su ambigüedad permite ofrecer orden sin ideología, autoridad sin deliberación, y eficacia sin conflicto. Justamente aquello que ciertas derechas saben administrar con destreza retórica.

Giorgio Agamben lo advirtió hace más de dos décadas: el estado de excepción ha dejado de ser una anomalía y tiende a convertirse en el paradigma de gobierno contemporáneo. No se aplica ya ante catástrofes reales: se instala preventivamente, como clima emocional, como régimen afectivo. Se declara una emergencia antes de que ocurra. La amenaza se vuelve permanente, y con ella, la justificación de la autoridad sin fricción. Así, la política ya no decide lo común, solo administra lo urgente.

La eficacia de esta lógica radica en su ambigüedad. El “gobierno de emergencia” permite contener —o más bien neutralizar— los aspectos más ideologizados de un liderazgo (sus premisas económicas y sociales, los dogmas religiosos, sus vetos morales) para concentrarse en una tríada reductora: seguridad, inmigración, crecimiento.

No se gobierna desde un proyecto, sino desde un estado emocional. La urgencia. Y cuando todo es urgente, cualquier otra discusión se torna irrelevante. En apariencia, se convoca a todos. En la práctica, se impone uno.

¿Cómo oponerse cuando el país parece derrumbarse? ¿Qué fuerza política reclamaría su derecho a disentir si se le exige patriotismo en tiempos excepcionales? La lógica del “gobierno de emergencia” tiene algo del chantaje afectivo: si no estás conmigo, eres parte del problema.

Lo inquietante es que este significante no solo circula en la esfera política. Se infiltra en la vida cotidiana. Se vuelve el tono. Atmósfera. La salud mental, la vida laboral, los vínculos familiares, las relaciones amorosas, la vida social y política: todo parece regido por una lógica de inmediatez agobiante.

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Incluso los más críticos no están del todo exentos. También ellos —intelectuales, analistas, dirigentes políticos, opinantes— se ven arrastrados por el vértigo de la coyuntura. Reaccionan más de lo que elaboran, comentan más de lo que piensan. Y con ello, el riesgo de volverse parte del espectáculo que simula deliberación, pero solo reproduce automatismos. Al final, todos participamos —en mayor o menor medida— de este modo de vida bajo excepción.

La paradoja es que esta forma de vivir en 'emergencia perpetua ' desactiva la política, pero activa las pasiones tristes: miedo, culpa, indignación, sospecha. Y ese es, quizás, el mayor riesgo. Porque cuando lo urgente se vuelve permanente, ya no queda tiempo para imaginar lo necesario.

Frente al avance del “gobierno de emergencia”, la unidad del campo progresista no puede limitarse a ser un reflejo reactivo ni un mero gesto defensivo. Si esa unidad no va acompañada de una lectura revisada y más fina de la historia reciente —de lo que fueron los “30 años”, del sentido contradictorio del estallido social, de las expectativas y límites del proceso constituyente—, entonces seguirá girando en falso, convocando a pocos y representando menos.

La crisis de representación es, en el fondo, una crisis de diagnóstico. Y sin buen diagnóstico, no hay promesa que convoque. Mientras ese malentendido se extienda, persista; toda apelación a la profundización de la democracia o a la justicia social correrá el riesgo de ser un discurso pronunciado —cada vez más— en el desierto.

El problema no ha sido solo de representación, sino principalmente de diagnóstico: leer sin matices, repetir consignas, sobrerrepresentar el descontento o idealizar la ruptura. No se trata solo de unir siglas ni sumar rechazos. Se trata de narrar mejor con más sintonía lo vivido por las mayorías. Conectar con los afectos sociales .Y ofrecer un horizonte que no repita ni el marketing de la refundación ni la nostalgia del orden perdido.

Solo así habrá posibilidades que la unidad progresista dejé de ser un eco táctico, para transformarse en una apuesta real y compartida de sentido. Una que no huya del conflicto, sino que lo organice democráticamente.

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