2025, el año que no se deja cerrar
Hay años que no se terminan cuando cambia el calendario, y 2025 es, quizás, uno de ellos; un año que deja una sensación difícil de nombrar. Y cuando siento que no tengo palabras suficientes para hacerlo, volver a los libros —y en especial a la filosofía— me ayuda a pensar y a respirar.
El sentido de las cosas, de A.C. Grayling, filósofo y ensayista británico, ha sido una de esas ayudas. No porque ofrezca respuestas cerradas, sino porque insiste en algo que hoy parece casi subversivo: que la razón, la tolerancia, la responsabilidad y el cuidado del lenguaje no son adornos culturales, sino condiciones mínimas para la vida en común. Frente a lo que fue 2025 —y a lo que ya asoma en 2026—, esa insistencia importa.
2025 fue un año atravesado por el miedo. No siempre un miedo estridente; a veces uno bajo, persistente, casi normalizado. Miedo al ver una guerra convertida en paisaje, a la mentira repetida hasta volverse rutina, al avance de proyectos políticos que instalan el miedo para luego prometer orden a cambio de obediencia. El miedo sostenido no solo paraliza: también estrecha el pensamiento, distorsiona la percepción y vuelve aceptable lo que antes resultaba éticamente inadmisible.
Cuando el miedo se instala como clima social, la intolerancia deja de parecer un exceso y comienza a presentarse como una virtud. No es casual que en ese escenario crezcan discursos autoritarios y de extrema derecha que convierten la exclusión en solución política y la homogeneidad en ideal moral. Se pide mano dura en nombre de la justicia, se justifica la exclusión como defensa propia y se confunde la crueldad con carácter.
En este mismo escenario aparece la falsa misericordia que pide indulgencia para quienes han ejercido daño sin piedad, sin asumir responsabilidad ni reparar. Y claro que no se trata de humanidad, sino de permiso.
2025 fue también un año de mentiras públicas. Algunas burdas, otras cuidadosamente elaboradas. Mentiras que no buscan persuadir, sino desgastar; no reemplazar una verdad por otra, sino erosionar la idea misma de verdad. Cuando el lenguaje se vacía, la confianza se resquebraja, y sin un mínimo de verdad compartida la vida común se vuelve inviable. La desinformación no solo confunde, también deteriora el tejido social.
Chile cierra el año después de una elección decisiva. Se perciben cansancio, desconfianza, derrotas y triunfos, pero también un clima de inquietud que va más allá del resultado electoral. Y, aunque sabemos que no toda derrota es fracaso, hay pérdidas que obligan a revisar certezas, a reconocer errores, a distinguir entre perder y claudicar. El verdadero riesgo no es perder una elección, sino entregar el juicio propio al miedo, al cinismo o a la desinformación; es decir, aceptar que el resentimiento y el autoritarismo se presenten como respuestas legítimas a problemas complejos.
Hablar de esperanza en este contexto puede parecer ingenuo y sin sentido, pero no es un optimismo automático ni promesa de finales felices. La esperanza, entendida con honestidad, es frágil y exigente, no garantiza resultados, pero permite seguir actuando cuando rendirse parece la opción más fácil. Mucho de lo que nos ha hecho avanzar como sociedad comenzó como una esperanza, incluso como una utopía, y una buena parte de lo que nos ha hecho retroceder se gestó cuando esa esperanza fue sustituida por el miedo o la resignación.
No rendirse es una forma de esperanza. No la esperanza de tener más, sino la de llegar a ser algo distinto. Tal vez sea en esa diferencia —entre el tener y el ser— donde aún se juega una posibilidad ética que no conviene abandonar.
Perseverar, entonces, no como obstinación ciega, sino como acto reflexivo: seguir pensando cuando todo empuja a simplificar; seguir escuchando cuando el ruido grita más fuerte; seguir defendiendo la dignidad humana cuando hacerlo parece inútil o incómodo. Y, al mismo tiempo, aprender a soltar aquello que ya no se sostiene, incluso si alguna vez nos dio certezas.
En tiempos de miedo, mentira y dureza, cuidar el lenguaje, revisar nuestras certezas y no ceder ante el autoritarismo es una forma silenciosa, pero decisiva, de responsabilidad ética.
Termina 2025 y, como acto final, busco en mis cajas de recuerdos, libros y recortes, no una conclusión, sino una forma —todavía imperfecta— de intentar cerrarlo.